No van a esperar que amanezca. Lo están decidiendo.
Nos matarán en breve, todos al mismo tiempo. Al llegar a Buenos Aires dirán que
fue un fusilamiento. Está bien, el destino lo deciden los triunfadores. Ellos
triunfaron. Los que fracasan y los que pasan desapercibidos deben atenerse a lo
que ellos disponen.
Hace frío. Mucho. Pero no tiemblo, soy fuerte, siempre
lo fui. ¿Y vos dónde estás? Los mismos que en instantes acabarán conmigo, tarde
o temprano lo harán con vos. Tu muerte será distinta; lenta y perversa. Un
gradual envenenamiento. Esa camarilla porteña conocida como “gente decente”
condenará nuestra unión ilícita, solamente un rumor mientras fui héroe. Conmigo
muerto y difamado, el rumor se convertirá en tu estigma. Es un consuelo saber
que me pierdo tu decadencia y agonía.
Mis compañeros contrarrevolucionarios son patéticos,
dan asco. Uno gime, y lo vi tiritar. Huele mal. Otro me mira con ojos llenos de
terror, expectante, como si yo pudiera hacer algún milagro. No son capaces de
aceptar la derrota con dignidad. La muerte es una certeza, ¿por qué temer lo irremediable? Lo único que
permanecerá es nuestro recuerdo. Lo que fuimos o tuvimos ya no nos sirve, mis
botas están en los pies de uno con aires de caudillo. Hasta nuestros caballos
tienen otros dueños. Todavía tengo la chaqueta pero la están jugando a las
cartas y el reloj de oro que me regalaste le indicará la hora al mismo que en
algunos minutos dará la orden de “fuego”.
Debo aceptar
que mi cargo fue una improvisación debida a las circunstancias. Cuando las
circunstancias cambiaron, se improvisó de nuevo, y se lo dieron a un
metropolitano inocuo. Luego cambiaron otra vez y lo dejaron caduco argumentando
que la soberanía estaba acéfala, retornaba al pueblo, y formaron una junta. Qué
disparate. Ahora quieren obligarnos a observar el gobierno nuevo. Los que no lo
hacemos somos contrarrevolucionarios, enemigos. Con los estados provinciales
hacen lo mismo, les dicen que deben reconocer lo que ellos decidieron porque
actuaron como “hermana mayor”. Absurdo, ni ellos mismos lo creen. Y pensar que
yo era el primero hace tan poco; reverenciado, lleno de honores, qué poco duró.
Había conseguido lo que cualquiera apetecía pero nadie era capaz de alcanzar. Y
mirame ahora.
¿Pienso,
sueño? Me enfrento con lo que soy. Solo yo sé quien realmente fui. Qué
pensé cuando hice las cosas que hice, qué ambicionaba cuando dije las cosas que
dije, qué había en mi pasado cuando ambicioné lo que ambicioné. La gente que me
juzgó, solo sabe lo que dije, lo que hice y no lo que pensé. Pero opinan y
juzgan adecuando su criterio a su conveniencia. Hace cuatro años creyeron que
era un héroe porque conduje la expulsión de los invasores, y me quisieron
líder. Yo lo aproveché y comencé mi veloz carrera. Me gustaba y me sentía
valioso. En menos de dos años las circunstancias habían cambiado y me hicieron
cómplice de los nuevos enemigos porque estuve relacionado con un funcionario de
Napoleón; me convirtieron en adversario. Cualquier paso va ser una excusa para
sacarme del medio: me rodeaba de “una camarilla de allegados y parientes”,
actuaba despóticamente culpa de mi apellido francés. El día en que un tumulto
se agolpó frente al Cabildo y gritaron que me removiesen del cargo y formaran
una junta, se habían formado otra imagen de mí. Y pensar que algunos todavía me
apoyaban. Les servía para sus propios planes en esa absurda y turbia pugna por
el poder. Qué irónico, esos mismos que entonces me apoyaban son los que hoy nos
matan.
Bendigo que no me veas en este estado. Mugre de los
pies al cuello, bosta y tierra en mis pantalones, sangre seca. Uñas y dedos
llenos de barro. Vos me tenías limpio, fragante, entre sábanas de seda y encaje
y almohadas de plumas. Nunca con mi ropa de virrey, siempre en oscuridad y a
escondidas. Encuentros furtivos entre desnudeces y licores exquisitos, visitas
clandestinas que incitaron el veloz recorrido del rumor, que tanto deleite
provocó a los ignotos. Voces que provocabas como si fuera un vicio. Mala
costumbre. Yo sé que pretendías disfrutarlo pero lo sobrellevabas con
resignación, como la consecuencia inevitable de un hecho que no pensabas
impedir. El nuestro fue un percance fatal. Poseerte fue el mejor galardón de mi
cargo.
Te tenía como nadie, genuina, sin las formalidades de
la vida en sociedad. Gimiendo y suplicando. Vulnerable. Tengo la imagen de tu
cara sobre mi codo, tu pelo revuelto y enmarañado. Tu mueca de ardor ignorada
por todos pero que imaginaban con descaro. Los recovecos de tu cuerpo, los
sonidos de tu delirio. Saber cosas que otros desconocían aumentaba mi sensación
de exclusividad. Los otros fingían escandalizarse y hacían correr las voces.
Voces que corrían con lascivia. Imbéciles, envidiosos del alcance ajeno. Pero
ellos triunfaron y nos ejecutan sin titubear y sin piedad.
¿Ya te vas? Me preguntabas la última siesta en Buenos
Aires; acostada en tu cama,
refregándote los ojos y mi respuesta fue: No tienes vergüenza.
Eso ya lo sé, dime algo que no sepa. Por ejemplo: ¿te
estás yendo o puedo disfrutarte un poco más?, dijiste.
Antes de conocerte, el sexo había sido para mí como el
alimento, algo que aplacaba una necesidad primaria y luego producía hastío.
Hasta que con vos supe lo que es la gula. Gula y empalago. Me sentía vulnerable
frente a vos, y utilizaba el arma de la agresión para no perder mi estampa de
hombre poderoso. El vínculo que nos unía me enfrentaba a quien realmente era:
un hijo de la circunstancia y de la ambición. Vos, en cambio, poderosamente
inteligente, podías ver más allá que el más calificado de los hombres, y eso
realmente me inhibía. Era grandioso solamente puertas afuera.
Algo que sabes pero que no parece importarte es que
eres el comentario de toda la ciudad, te dije en tono áspero, provocándote.
Simplemente sonreíste, querías que pensara que eso era lo que más te gustaba de
nuestros encuentros. Yo sabía que era una postura. En verdad aborrecías los
cuchicheos y muchas veces dijiste que te ibas a exiliar, aunque la
incertidumbre de que las voces de la gente no pudieran seguirte impedía tu
ánimo. Para ellos era difícil no juzgarte, sobresalías entre la multitud de
insípidos y por ello recibías sentencias. Saber que las cosas eran así y no
podían ser de otra manera, te producía el vértigo de incitar a esas voces, como
si tuvieras que andar entre víboras y no pudieras evitar pisarlas.
¿Quieres que salga por la puerta de atrás, otra vez?
Te pregunté esa última siesta mientras me vestía, como todas las otras veces.
No contestaste, preferiste la actitud de “qué me importa por dónde sales”, y yo
me escabullí sin insistir. Una vez afuera pretendí volver a mi realidad
rigurosa de contienda por el poder y dejé atrás tu dormitorio como si no fuese
real.
¿Pienso, sueño? Me enfrento conmigo mismo y con mi
existencia. Para alguien que cree que el destino es una construcción propia, de
aptitud personal, este momento es la culminación de su derrota. De aliarse con
el bando que pierde. De creerse más de lo que es. Es el remate de una larga
lista de malas decisiones. Lo acepto. ¿Cuánto tiempo llevo pensando, soñando?
La fatiga y la sorpresa ya pasaron. Admitir que perdí es lo presente, aunque
todo es confuso, sobre todo la conjunción de circunstancias y sucesos que este
año y más que nada este atardecer, transformaron, una vez más, y por última
vez, mi vida.
A pesar de que el poder fue siempre mi hilo conductor,
desde que te conocí dejé de ser un militar insulso y pasé a primer plano. Vos
me marcaste el rumbo aportando consejos claves y ajustados a cada situación,
hasta que no quise escucharte. Hasta que creí que podía adecuar las
circunstancias y a los demás, a mis objetivos. Llevé mi capacidad al límite,
debo admitirlo. Si no lo hago ahora no podré resignarme y mi conducta será
infame como la de los otros vencidos que corren mi misma suerte. Maldito sea el
momento en que creí que todos se rendirían ante mis designios, que solo
alcanzaba con haber llegado allá arriba y los demás se someterían.
Hay una bruma espesa, húmeda, que me atraviesa los
huesos. Escucho voces que nos mandan ponernos de pie. Lo hago. Los ruidos
parecen lejanos, como si yo estuviese en otra parte y recordara este momento.
Me duele una pierna, siento el talón derecho congelado. Ahora sí tengo miedo,
pero no quiero dejar que se note. Un compañero contrarrevolucionario, cabecilla
él, suplica piedad. Me repugna, lo miro con desprecio. Cabeza de Tigre será
nuestro final, el miedo es inútil ahora. Trato de estar en calma. Sacudo el
polvo de mi chaqueta, de mis pantalones y de mi cabeza. Miro al cielo, todavía
oscuro. Me digo que estás aquí conmigo, y te veo. Ya no tengo miedo, creo que
estoy contento. En cierta forma mi vida ha sido una vida colmada. No hay
reproches, todas las vidas un día llegan a su fin. Acepto el mío.
Miro hacia adelante y te veo caminar hacia mí en una
imagen vívida, clara, una combinación de recuerdo y anhelo. Oigo al que está a
mi lado pedir que le venden los ojos y le gritan que no. Lo insultan. Sonrío.
Una brisa suave, impávida a nuestro destino, refresca mis manos transpiradas.
Pienso o sueño que me escuchás, una vez más, y no me das consejos. Tomás mi
mano derecha, la apretás y me decís, Liniers, la muerte no hace distinciones.
Sacudís el polvo de mis hombros para que me sienta digno frente a la muerte que
me espera. Te parás a mi lado, compartís una sonrisa y enfrentás los fusiles
que me apuntan. Me codeás para decirme con un gesto que ensanche el pecho.
Escucho el estruendo de los fusiles y caigo para un costado. Todavía siento que
acariciás mi mano abierta, y que mirás a mis adversarios con arrogancia.
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