David,
preso del negocio del Goliat penitenciario:
Cuenta un cuento muy viejo que un pastorcito llamado
David pudo matar a un gigante llamado Goliat. David pertenecía al bando de los
buenos y Goliat al de los malos. La historia de semejante hazaña quedó como
metáfora del pequeño que le gana al grande; el antihéroe que vence al héroe
gracias al convencimiento de que al final, la justicia triunfa. La historia de mi David es la contraria a aquella de
inesperado final feliz: se trata de uno pisoteado por un Goliat, que ni
siquiera siente una mínima cosquilla: una historia entre millones de historias
sin otra esperanza que la de la lucha misma, como decir que pelear por uno,
-aunque uno sepa la batalla perdida de antemano -, es la única alternativa a
dejarse morir.
¿Acaso el mundo no sobrevive gracias a esos vanos
esfuerzos?
Hace un año que ya no voy a la cárcel. La ONG que
nos convocó para dar taller literario nos echó. Desde entonces, ni yo ni los
periodistas a los que les llevé la historia nos animamos a meternos con la
mafia del sistema penal. Cada tanto hago un amago de contar algo de lo que me
fui enterando sobre el sistema de punición en Argentina. Pero siempre pasa algo
que me amedrenta, y esta vez fue leer la noticia del asesinato a quemarropa, en
la puerta de su casa y delante de su hija, del jefe de la unidad a la que
íbamos con nuestros libros una vez por semana.
En fin. Yo había llegado a la ONG con la cándida
idea de retribuirle a la sociedad, la financiación de mis dos títulos en la
UBA. Tengo la poco políticamente correcta teoría de que si me hubiesen exigido
el pago de una mínima cuotita, podrían haber becado a pila de otros que no podían
acceder a la educación gratuita. Además, lo admito, también había llegado por
el morbo; mirar desde adentro una de las instituciones de dominación del
sistema burgués: el poder disciplinario.
Una filósofa de 26, una egresada de letras de 24, un
semiólogo de 28 y yo dábamos taller de literatura en un penal de varones de
“alta seguridad”, que no voy a nombrar por el asunto del peligro. Al principio
creíamos que la ONG tenía el mismo objetivo que nosotros respecto de nuestro
trabajo allá: darle una mano a seres empujados al margen del sistema, a
encontrar su pensamientos propio, el motor del cambio. Eso les habíamos propuesto
en la primera reunión y nos habían sonreído. Despejar el pensamiento, o el
texto, como le llamábamos, del contexto. Encontrar las propias ideas y
limpiarlas del alrededor de villa, paco, exclusión, impotencia; y, a esa altura
de la soirée: el encierro. Usábamos textos literarios, periodísticos, de
historia, publicidades, discursos políticos, y estimulábamos a los presos a
reflexionar sobre ellos, a trabajar el músculo de la opinión propia. Muy lindo.
Para eso nos reuníamos después de nuestros trabajos y planificábamos confiados
y seguros. Cumplíamos con otros requisitos indispensables como reportar nuestra
actividad semanalmente a su presidente y asistir a las típicas reuniones en las
que tomás café de termo y masticás facturas y rabia por el tiempo desperdiciado
escuchando a arrogantes filántropos hacer firuletes con el lenguaje y no
decir nada.
Para
llegar a la cárcel, viajábamos dos horas. La primera barrera del complejo
penitenciario es idéntica a la de un country: la garita y el guardia que asoma
a pedirte el documento. Nuestro carnet con fotito aceleraba esa primera
instancia. Después caminábamos unos 100 metros hacia la segunda barrera, la de
nuestra unidad dentro de las otras del complejo. Ahí teníamos que llegar sin
cartera o bolso si no queríamos que los confiscaran. Nos revisaban y dejábamos
a esos guardias una de las bolsas de galletitas que traíamos. En mi cartuchera
pasé todo tipo de elementos prohibidos: máquina de fotos, tijera, USB,
plasticola. Ah! Las mujeres íbamos vestidas con jean suelto, camisa, pelo atado
y zapatillas para no desatar un motín (se trataba de un penal de hombres y los
homosexuales tenían su propio pabellón).
Atravesábamos una tercera reja, interna al muro, un
interior con canteros y calles asfaltadas. De nuevo, misma sensación country. A
lo largo de los muros, alambre enrollado y en los vértices del panóptico de
Bentham, los guardias armados, para nada escondidos.
4ta reja: el código era quedarse paraditos ahí sin
llamar la atención hasta que Etelvina le avisara de nuestra presencia a esos
nuevos guardias. Ella era la enfermera; una rubia platinada en delantal blanco
minifalda, párpados celestes, uñas rojas y vellos negros y largos en los brazos
y piernas que seguro no podía rasurar porque no le permitirían Gillette. (Etelvina
había nacido con sexo masculino, como todos los internos a ese penal).
5ta reja: número de documento y más galletitas. Un
guardia nos acompañaba a través de la 6ta reja, pasando el SUM y el jardín
interno rodeado de bloques de edificios con ventanitas de las que asomaban
manos batiendo cucharones como un clamor a que registráramos que adentro de
esos edificios había personas. Cada uno de esos bloques tenía capacidad para
alojar 250 internos y alojaban alrededor de 600. (El servicio penitenciario le
cobra al estado por cada interno).
Última reja hacia un VIP: varias puertas alrededor
de un jardincito con canteros. Planta baja y escalera caracol al segundo piso.
Dábamos taller en el segundo piso hasta que, para exasperación de la ONG, en el
segundo cuatrimestre nos reprodujimos en un nivel 2 al mismo tiempo que
empezamos un taller nuevo, con internos ex alumnos del 1er cuatrimestre como
docentes, junto con nosotros. Conocí ocho internos con penas de por vida, y
supe lo que tenía prohibido preguntar pero ellos no tardan en contar: lo que
habían hecho para estar adonde estaban.
Y
conocí a David. El primer día se sentó en pose tumbera (rodillas abiertas y
codos sobre las rodillas) y dijo: sabé qué, sabé qué, sho stuve acá 12 anio y
salí 24 día y acátoi y sabé porqué, nena, porque lo único que sé hacé es chorreá,
¿me entendé?
Tardamos alrededor de dos meses en darnos cuenta de
quiénes eran los que en verdad estaban interesados en lo que pasaba en nuestros
talleres. El resto asistía por distraerse un rato, (la yerba no tumbera, o las
galletitas, o ver una mina, o quedar bien con la ONG).
En una reunión en la que no estaba la presidente porque
se había ido a Europa, osé hacer algunos
comentarios candorosos respecto del futuro después del encierro de algunos
internos muy inteligentes, (pensaba en David y otro que se llamaba Esteban),
que provocaron reprimendas tan exorbitantes al regreso de la presidente, que
aumentaron nuestra curiosidad. Dentro de todo lo que me dijo la presidente, me
dijo ¿de qué futuro que no sea una cuneta
hablás, se puede saber?
Qué feo
es el momento de la pérdida de la inocencia.
Tratábamos de sonsacarle información respecto de lo
que había detrás de la fachada de la ONG a los internos que se daban más con
nosotros, pero nos devolvían una mirada vacía y en silencio, que a ellos les
sale tan natural. Justo vino la revista Para Ti y les hizo una nota en alabanza
al trabajo solidario de esta magnánima organización. Esteban había sido el
héroe de esa nota y le preguntamos por qué había dicho lo que dijo si no era lo
que él pensaba. Nos contestó que porque estaba la presidente. El episodio nos
sirvió para mostrarle que ellos podían seguir diciendo lo que les convenía pero
que no tenía que necesariamente equivaler con lo que pensaban. Usamos, ese día,
el discurso de Sartre que dice que los parisinos nunca fueron más libres que
durante la ocupación. Queríamos que entendieran que sus cuerpos estaban
encerrados pero sus mentes no.
Ahora pienso que qué farsa de consuelo, Goliat se
moriría de risa de nosotros. Todo el mundo sabe de la corrupción política y
todo el mundo sabe que lo más que puede conseguirse es la caída de algún chivo
expiatorio. La mafia de la cárcel es un pulpo al que ni siquiera podríamos
cortarle el tentáculo de una organización civil.
Dos meses
después David hablaba con corrección, se sentaba erguido y se interesaba por
todo lo que le dejábamos para leer. Era uno de los pocos internos del taller a
los que el paco no le había devastado el cerebro. A veces iba más rápido que
nosotros. Por ejemplo cuando les expliqué el contexto de la segunda guerra
mundial y llegué a la parte en que Estados Unidos entra en la guerra, de
repente escuchamos la interrupción de David, el mismo que había dicho, lo único
que sé hacé es choreá, dijo ahora: pero claro, es que las guerras son un gran
negocio. Sí, pensé yo, orgullosísima de él; y la política, como decía Michel
Foucault, es la guerra continuada por otros medios.
David empezó a tramitar
su analítico del secundario, que había hecho en el CENS de ese mismo penal,
porque quería hacer una carrera universitaria. Ahora tenía 32 años y había
pasado toda su vida adulta salvo por dos meses, en encierro. Durante aquellos
meses, peleaba su condena contra otro de los tentáculos de Goliat, el juez. La
condena finalmente llegó y más larga de lo que él esperaba (otra arista del
negocio del servicio penitenciario: la mayoría de los presos están presos sin
condena). A la vez, peleaba también por su analítico porque el CENS del
servicio penitenciario lo había perdido y sin el analítico, no podía empezar la
carrera universitaria (siempre es abogacía). Yo me puse ese analítico como una
cruzada personal. Rompí códigos: llamé a la “ministra” de educación en
encierro, que me pasó el teléfono del director de ese CENS, que estaba de
licencia (por cada CENS hay un/a director/a titular con licencia y un suplente
que trabaja). El director en actividad me llamó y amenazó, furibundo, por haber
procedido como no corresponde. Llamó también a la presidente de la ONG que estalló, harta de nosotros, y ahí fue que nos echaron de la organización civil.
El anteúltimo
taller hubo motín. Por casualidad, ese día éramos sólo dos docentes. Él y yo
quedamos afuera de la unidad alzada, por sólo dos segundos. Así que el cierre
estuvo pendiendo de un hilo, por pánico mío a quedar de rehén, como la jueza
del penal de Sierra Chica. De nuevo éramos sólo dos, el semiólogo y yo. Me
vestí con ropa de hombre y gorra. David y Esteban nos buscaron por la 4ta reja
y nos escoltaron hasta la casita VIP de la ONG. Pusimos una mesa de Navidad y
entregamos regalitos para todos; libros de esos que va sacando Página 12 que
habíamos comprado en la feria de Palermo. Comimos pan dulce mientras cada uno
contaba cómo había escrito su biografía futura, como habíamos llamado al
trabajo que les habíamos dejado de deber. Yo estaba conmovida y me distraía;
nunca más iba a entrar al penal ni a ver a ninguna de esas personas. Al empezar
a despedirme sentí una piedra en la garganta, la tragué apurada y bajé la
escalerita escondiendo la cara. David me siguió y al alcanzarme tironeó de mi
hombro y hundió mi cabeza en el suyo, todo tatuado. Me abrazó. Fue un abrazo tremendo;
largo, desesperado, mudo.
No tengo
manera de saber si David pudo infligirle algún rasguño a Goliat. Si no lo demolió
el pulpo que lo necesita vegetando en el penal; comprando la droga que se
decomisa en los operativos antidroga, consumiendo las pastillas de clonazepam
que el médico receta contra gravoso rembolso, desechando la comida y yerba
tumbera.
INES
ARTETA, enero 2013.http://issuu.com/proyectobamboo/docs/10-bamboo
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