Ahora tenés 78 años. El otro día mamá se bajó
del ascensor. Apenas se abrieron las puertas automáticas te vio tirado en el
piso. ¡Ramón! ¡Te caíste otra vez!
No te habías caído. Te habías olvidado las
llaves y entonces decidiste esperar a que ella llegara y te abriera. Mientras
tanto te acostaste, pusiste en un costado la bolsa de la ferretería, colocaste
tu saco encima para que tu almohada fuese más blanda, apoyaste la cabeza y
cerraste los ojos.
Cuando mamá contaba esto, mis hijos, tus
nietos, te preguntaron por qué habías hecho algo así. Por qué no fuiste a un
bar y la esperaste tomando un café. Te sorprendió el asombro de tus nietos.
Contaste que ya otra vez habías hecho lo mismo. Sólo que esa vez te vio el
vecino del “A”. Y te despertó. ¿Está bien, señor? Le contestaste: estoy
esperando a mi mujer.
Mientras todos hablaban, pensaba que te
entendía perfectamente.
Por favor no se lo digas a nadie: tantas veces me sobreviene una cabal fatiga y me escondo. Cierro los ojos diez minutos y
la oscuridad me saca de mí,
Y me abraza.
Por favor no se lo digas a nadie: tantas veces me sobreviene una cabal fatiga y me escondo. Cierro los ojos diez minutos y
la oscuridad me saca de mí,
Y me abraza.
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