Los que vivimos a la
vera del Riachuelo: crónica de la villa 21/24
Inés Arteta, Universidad del Salvador
inesarteta@gmail.com
Resumen: Se presenta una
crónica de la villa 21/24, ubicada en el sur de la ciudad de Buenos Aires, que
abarca desde la llegada de los primeros inmigrantes hasta la actualidad,
amenazada por el flagelo del paco.
La investigación y las conversaciones con sus
protagonistas entrañaron dos años de trabajo. Surgió encomendada por sus curas «villeros»,
quienes requerían que la historia de la comunidad quedara registrada,
convencidos de que esta particular villa, la más grande de la ciudad y
considerada una de las más peligrosas, tiene un especial ánimo de lucha gracias
a la religiosidad popular. Allí el arzobispo Bergoglio habría cimentado el
mensaje que luego sería central en su pontificado: el de una Iglesia pobre para
los pobres y su exhortación a los «descartados» y excluidos
a organizarse en movimientos sociales.
Este trabajo procura despegarse del registro
referencial, ser más audaz y enfocarse en el «suceso»:
la religiosidad popular como fuerza otorgadora de sentido de vida frente a la
desesperanza de la pobreza. La religiosidad les aporta identidad, unión,
fortaleza y solidaridad. El eje de la historia es considerar a la población
villera como inmigrantes que dejan sus zonas de origen para salir de la
indigencia y llegan a una ciudad que los rechaza, culpándolos de su miseria.
El cronista pretende filtrar la indignación
frente al hecho de que los inmigrantes, si bien son requeridos como mano de
obra barata, han sido y son repulsados por la población blanca de la ciudad.
Este caso ilustra el modo en que una comunidad de inmigrantes sobrevive
apoyándose en la religiosidad que les otorga sostén espiritual, idea de unión y
sensación de identidad.
Palabras clave: Inmigrantes, exclusión, pobreza, ayuda mutua, religiosidad popular.
Abstract: The
nonfiction story of the 21/24 slum, in the south of the city of Buenos Aires,
begins with the arrival of the first immigrants and ends with today’s scourge
of “paco” (cocaine paste), the poor man’s drug.
The story
was commissioned by the slum priests of the neighborhood, who needed that the
account of three generations of immigrants not be lost, convinced that this
particular community, in the most dangerous and populated slum of the city, has
a special strength of resistance thanks to their popular religiosity.
Archbishop Bergoglio, who visited the neighborhood often, admired this special
strength and their communal organization. As Pope Francis, he preaches a poor
Church for the poor and exhorts the excluded and “socially discarded”, to
organize in social movements, the way he saw this community do.
The research
and interviews of the principal actors of the story took two years. The
chronicler pretends to filter indignation at the way the immigrants are
rejected by the white population of the city, when they are real heroes. This
case illustrates how a community of immigrants survives in a hostile city that
excludes them, by leaning on popular religiosity, which gives them support,
bond and sense of identity.
Key
words: immigrants, social exclusion, poverty, mutual
help, popular religiosity.
Desde el momento en que empecé el trabajo de investigación y
entrevistas para escribir la historia de la comunidad Caacupé, en la villa
21/24 de la ciudad de Buenos Aires, mi más difícil encrucijada ha sido decidir cómo se cuenta esta historia. Si bien me
resultaba claro que se trataría de una escritura híbrida, fusión de novela
tradicional con discurso-testimonio, debía encontrar el foco para alumbrar el
suceso y organizar los hechos. Debía «construir» al cronista como testigo que da fe de lo que ocurre, pero prioriza
los acontecimientos a su manera. Frente a la estigmatización de la que el villero es víctima, visto por la ciudad blanca
de Buenos Aires como un invasor, un sujeto despreciable, vago y peligroso,
merecedor de su pobreza, o desde una mirada romántica que los utiliza
políticamente, me propuse mostrarlo como un inmigrante que dejó su
lugar de origen para sobrevivir.
El espacio temporal
de la historia es extenso y sus protagonistas son variados: personas que
vivieron su niñez y juventud en la villa y ahora lo hacen desde afuera y
consideran un mérito haber podido «salir»; personas que vivieron su niñez y juventud en la villa y se
enorgullecen de no haberla abandonado; curas villeros de
las distintas épocas, y referentes sociales. Las entrevistas me permiten contar
la historia desde las voces de los propios protagonistas, a modo de collage, intercalada, brevemente, con la
voz del cronista, un mero testigo. El hilo organizador de las voces es la
propia historia de lucha de la comunidad en una ciudad que los estigmatiza y
rechaza, desafío que es sostenido por la unión, identidad y esperanza que les
aporta la religiosidad popular.
El villero, sucesor del cabecita negra, discriminado por su
color, su supuesta ignorancia y facilidad con la que es domesticado como masa
electoral, es resistido por la Ciudad de Buenos Aires a la que inmigró. Esa
mirada, a la que se suma la percepción romántica sobre la pobreza, que la eleva
como un valor y la utiliza políticamente, proceden de la superioridad, del
poder. Sin embargo, el villero es un
inmigrante que dejó el campo porque allá no tiene trabajo y llega sin nada de
las provincias del interior de la Argentina o de los países limítrofes a
ofrecerse como mano de obra. El salario que consigue no le permite pagar un
alquiler. Ni la luz, el gas, o el impuesto municipal. En un terreno fiscal
desocupado en el que antes se habían instalado sus parientes o conocidos, se
construye él mismo un rancho con palos y cartón. En cuanto pueda, remplazará el
cartón por chapas y tablones de madera; y, acaso más tarde, las chapas por
ladrillos. Estos barrio de viviendas autoconstruidas en terrenos tomados al
Estado, crecieron a medida que crecía la desocupación en sus zonas de origen y
fueron llamados villas miseria.
La villa 21/24, en el barrio de Barracas, es un asentamiento de este
tipo; el más grande y con más población de la Ciudad de Buenos Aires. Las
primeras familias se ubicaron en los años cuarenta en tierras que en su mayoría
habían pertenecido a los ferrocarriles, que ya habían sido estatizados.
Provenían de las provincias del interior del país, sobre todo del norte.
Buscaron trabajo como estibadores y luego en la construcción y en el servicio
doméstico. En los años sesenta empezaron a llegar inmigrantes de los países
limítrofes, en su mayoría de origen paraguayo.
En los años setenta no había agua, solo dos
canillas comunitarias. No había cloacas, recolección de basura ni
electricidad. El inmigrante y su familia se alumbraban con velas y un farol a
gas al que llamaban «sol de noche». Al tiempo, entre los vecinos tomaron la luz de cables aéreos.
Ellos mismos hicieron el pozo ciego y trazaron las angostas calles para
transitar entre las casillas. Esas calles o «pasillos» eran barriales en
invierno y polvaredas en verano y corrían zanjas entre algunas casas. Los
chicos jugaban en la calle y todos sabían el nombre de todos. Las casas se
cerraban solo con una tranquerita con gancho. Comían paloma frita. Frente al
desarraigo, replicaron las tradiciones de sus pagos. Con un grupo levantaron
una capillita para la Virgen de los Milagros de Caacupé: la
patrona morena del Paraguay. Rezarle les permitía sentirse unidos con otros
como él; acompañados, y más cerca del pago.
El 23 de junio por la noche festejaba «el San Juan», la fiesta del
fuego: arrojaba la pelota tatá, una pelota de trapo empapada de
querosén, bola en llamas que circulaba entre la gente que la pateaba para
alejarla, como quien espanta el mal. Pasaba descalzo sobre cinco metros de
brasas, en el tatá ári jehasa, para desafiar al peligro cuidado por la fe. Se colocaba un casco
en forma de cabeza de toro, el toro candil, con un mechón de estopa encendido
como cuernos en llamas, mientras el resto de la gente huía de su embestida.
Quemaba al Judas kái, un muñeco del traidor. La religiosidad popular, que
pertenece a la cultura rural, le confiere al inmigrante consuelo frente al
dolor, identidad frente al desarraigo, y una vida comunitaria compartida.
Eran tiempos de efervescencia en la Iglesia Católica de los años
sesenta, el Concilio Vaticano II, la Teoría de Liberación y la opción
preferencial por los pobres. En Argentina, por más que cada una de las «villas miseria» caía dentro de los
límites jurisdiccionales de una parroquia, era enorme la distancia psicológica
y cultural de sus habitantes y no acostumbraban a «salir» de la villas para ir a
la parroquia. Sin embargo, los curas que empezaron a «entrar» en ellas, descubrieron
que allí existía una fuerte sensibilidad religiosa. Estos curas, movidos por el
mismo deseo de acercarse a los pobres, empezaron a reunirse quincenalmente para
reflexionar, apoyarse mutuamente, y conformaron un equipo. El Arzobispo
Coadjutor, Monseñor Juan Carlos Aramburu les otorgó en 1969 la misión de estar
presentes en el mundo trabajador y pobre, compartiendo su suerte, considerando
que en las villas se necesitaba un trabajo especialmente adaptado a la vida en
ellas. Eran «sacerdotes obreros» que estaban autorizados a vivir del trabajo de sus manos. Pronto
abrieron los ojos a la riqueza de la religiosidad propia del pueblo que latía
en las villas y se propusieron adaptar su trabajo pastoral a ella. La mayoría
de los sacerdotes del equipo vivía dentro de su villa, en condiciones similares
a las de sus vecinos. Su labor se desarrollaba en tres planos: el religioso, el
asistencial y el «revolucionario». Este último estaba
centrado en luchar contra la injusticia y buscar cambios sociales.
El primer cura villero de la
villa 21/24 era el padre Daniel de la Sierra; español, claretiano, tercermundista
y sociólogo. Llegó en bicicleta, cuando el grupo de paraguayos ya había
levantado un metro de pared de la capilla. Empezó a acompañar en su lucha a la
comunidad de inmigrantes paraguayos ahí instalados. Su trabajo, al igual que el
de otros curas villeros de entonces, además de pastoral, fue de apoyo en
sus necesidades de infraestructura y de concientización política.
Como los pobres eran
peronistas, aquellos sacerdotes se comprometieron con esa opción política. Con
la expulsión del gobierno peronista se terminó la esperanza de los
pobres. El régimen militar se decidió a erradicar las villas, extirparlas
de la ciudad. El trabajo de Daniel de la Sierra debió concentrarse en la ayuda
a los inmigrantes del barrio a pelear contra los desalojos forzados. Enfrentó
al gobierno municipal con el equipo de curas para las villas en los medios de
comunicación, y, en el mismo barrio, instando a la gente para que no dejara su
casilla. Para frenar las topadoras, de la Sierra se paraba delante de ellas con
los brazos extendidos. Sabía que a los inmigrantes a los que subían a un
camión, los llevaban del otro lado de la General Paz; y los instalaban en otros
asentamientos precarios o los destinaban a la Quiaca, a los bolivianos, y del
otro lado de la frontera, a los paraguayos. De la Sierra entendía que con ello
solamente trasladaban la pobreza fuera de los límites de la ciudad. Obtuvo de
un juez la sentencia de no innovar y protegió las casillas que aún no habían
sido erradicadas. Pero el barrio se había vaciado casi por completo y el
arzobispo Juan Carlos Aramburu desterró a de la Sierra a Quilmes por su desafío
a las políticas erradicatorias del gobierno militar. Allí se dedicó a armar varias
cooperativas de autoconstrucción en terrenos que había conseguido en otros
sitios y creó tres barrios obreros.
Con la derrota de Malvinas, en 1982, la dictadura perdió legitimación
y, de un día para el otro, la gente empezó a volver al barrio. El
repoblamiento fue «mágico»; todo el terreno vaciado por la erradicación se llenó
espontáneamente. En un breve lapso, volvieron a aparecer los mismos ranchos que
se habían erradicado. Regresó la misma gente y también llegó nueva que, según
concuerda la mayoría de los entrevistados, venía con «códigos de solidaridad débiles». Salvo durante la hambruna a raíz de la hiperinflación de 1989, en la
que el barrio fue noticia por su solidaridad y su capacidad de organización en
comedores populares, el barrio comenzó un proceso de división interna: la zona
paraguaya, la santiagueña, los chilenos. Durante el menemismo y el aumento
de la desocupación, surgieron el cirujeo, el cartoneo y las ventas ambulantes
fuera de la villa. Esta situación produjo la pérdida de la cultura del
trabajo y aparecieron bandas de adolescentes perdidos que fueron aprovechados
como grupos desechables, funcionales tanto para el narcotráfico como para la
política. Con la droga llegaron las armas. Los entrevistados concuerdan en que
esta situación fue provocada desde la política, ayudados por la policía, en pos
de «dividir para reinar», porque convenía tener
a ese sector de la población cautivo para usarlo tanto para mano de obra barata
como para la delincuencia. La fragmentación del barrio empeoró y la violencia
no permitía que la gente pasara de un sector al otro. Las muertes eran cosa de
todos los días. La mejor muestra de esta época es lo que ocurrió con el cura villero de ese momento, Juan
Gutiérrez, a quién la violencia del barrio sobrepasó. Guillermo Villar, referente
social de la villa, puntero, líder de la mutual receptora del Programa Arraigo
de la ciudad para la concesión de la propiedad de la tierra a sus ocupantes,
obtuvo su apoyo. Villar necesitaba del cura pues percibía esa religiosidad a
pesar de la fragmentación y la violencia. Él, como cualquier otro vecino de la
villa 21/24, era testigo de la espontánea organización de las fiestas
religiosas por parte de la misma gente y el hecho de que, durante la hambruna,
las ollas populares se habían colocado al lado de las ermitas. Juan Gutiérrez
fue manejado por Villar a su antojo. El trabajo de la mutual terminó
convirtiéndose en un negocio inmobiliario que estafó a la gente y Juan Gutiérrez
cayó en el alcohol y en las mujeres. Repentinamente, dejó el barrio y los
hábitos. La 21/24 era entonces la villa más peligrosa de la ciudad. Es allí
donde llegó el padre José María «Pepe» Di Paola.
Durante su primer Misa le trajeron el cuerpo de un hombre al que
habían asesinado de un disparo. Entendió enseguida que lo primero que debía
hacer para pacificar el barrio era unificarlo. Tenía que encontrar algo con lo
que todos se identificaran. Se cumplía el décimo aniversario de la erección de
Caacupé en parroquia y, para celebrarlo, decidió traer una réplica de la Virgen
desde Paraguay, ya que el ochenta por ciento de la población era paraguaya, y
organizar un gran festejo. El hecho fue un hito que marcó un antes y un
después en el barrio: una comitiva en ómnibus trajo la réplica desde el
Paraguay hasta la Catedral, donde el Cardenal Bergoglio dio misa. La
convocatoria, que se hizo por los megáfonos de una radio paraguaya del barrio y
también fuera de él, rebosó las expectativas. La Catedral se llenó de villeros, como un nuevo 17 de octubre.
Una semana después, cientos de villeros acompañaron
la réplica hasta el barrio, en peregrinación. Es el gran acontecimiento que
todos recuerdan como una resurrección que trajo entre sus primeras
consecuencias, la apertura de los sectores dominados por las distintas
bandas. Con el barrio unido, comenzaron a brotar ermitas, capillas a las vírgenes
de Copacabana y Luján, y la gente pudo circular de un sector al otro. Solo
después de la apertura del barrio y con el apoyo de la religiosidad popular, la
comunidad pudo trabajar en pos de centros sociales de ayuda mutua. El Arzobispo
Bergoglio frecuentaba el barrio y fue testigo del cambio que produjo la
organización de la comunidad sostenida por estos nuevos principios. Como el
cincuenta por ciento de la población del barrio era menor de 18 años, Di Paola
puso el acento de la pastoral y organización de la vida comunitaria, en niños y
jóvenes. Proyectó constituir líderes positivos para contraponer a los negativos
en los pasillos, apoyado sobre el trípode: centro de salud, parroquia y
escuela: grupos deportivos, de exploradores (con lineamientos tipo boys scouts), y luego, de acuerdo con las
necesidades que fueron surgiendo, levantaba centros tal como «el hogar hombres» como respuesta al
problema de la desocupación. Admirado del trabajo de Di Paola, en 2007 el
arzobispo Bergoglio lo colocó al frente del Equipo de curas para las Villas de
Emergencia. Ese año, el Equipo enfrentó el plan de urbanización de villas del
Gobierno de la Ciudad. Los sacerdotes que vivían en las villas de Buenos Aires
consideraban que ese proyecto no atendía las necesidades de la población que
vivía en las villas sino que buscaban embellecerlas para los ojos de los
porteños. Eran medidas estéticas, recriminaron, que no tomaban en consideración
la cultura que había germinado en ellas a lo largo de sus décadas de vida. En
abril de 2009, Di Paola y el Equipo de curas para las villas publicaron un
nuevo documento en el que denunciaban que las drogas, en las villas, estaban
despenalizadas de hecho. Con ese documento la sociedad de Buenos Aires se
despertó a la existencia de las villas y su crecimiento a una tasa anual del veinte
por ciento. Además, Di Paola cobró notoriedad porque, a raíz de esa denuncia,
recibió una amenaza de muerte junto a sus colaboradores. El Arzobispo Bergoglio
elevó al Equipo a Vicaría y para proteger a Di Paola, lo envió al norte del
país.
El Papa Francisco es considerado en el barrio como «uno más» porque compartió con
ellos su vida y trabajo comunal. Su vivencia de la villa le mostró la capacidad
de lucha de los pobres al unirse y organizarse en comunidad e inspiró su misión
apostólica: los pobres están en el centro de la misión de la Iglesia y a los «descartados sociales», –como él llama a los
excluidos– les predica que la comunidad es sembradora del cambio.
Desde entonces, la población del barrio creció un
cincuenta por ciento por sucesivas «tomas» de tierras. Cerca de cincuenta mil personas hoy viven a la vera del
Riachuelo, una zona de riesgo ambiental y sanitario. La miseria en el interior
de la Argentina y en los países limítrofes continúa empeorando y, aquellos que
pueden costearse el viaje, siguen llegando a Buenos Aires en pos de la expectativa
de sobrevivir. En la ciudad, el empleo es escaso, inestable e informal. Como
consecuencia, se ha perdido la cultura del trabajo. Aquellos que no alcanzan a subsistir con sus magros
ingresos o que ni siquiera tienen trabajo, arañan niveles mínimos de educación
y no acceden a los más básicos servicios de salud. Los planes sociales que se
reciben son otorgados discrecionalmente por el gobierno. La ayuda gubernamental
ha reemplazado a la oferta laboral y la dependencia económica se ha hecho
hábito, por lo que el orgullo de las personas se ha violentado y sus
perspectivas de futuro se encogieron hasta hacerse invisibles. En ese caldo se instaló el «paco», el desecho de la cocaína, la droga de los pobres. Se cae en el
consumo del paco frente a la desesperanza, la ausencia de presente y de futuro.
En esta etapa de la historia, otra vez, la religiosidad popular otorga
esperanza a los pobres.
A modo de cierre: como sociedad, cada vez estamos
más acostumbrados a la pobreza, y a que haya un sector de la población excluida
del sistema. Hoy se acepta la existencia de las villas como parte de la ciudad
con resignación y malagana. El crecimiento de la pobreza es visto como un hecho
irremediable que todavía hoy no indigna lo suficiente como para buscar una
solución de fondo. Solo se hallan paliativos, como los planes sociales que
comenzaron siendo provisorios hasta lograr la inclusión y que hoy son
definitivos, indisolubles y vitales frente a la falta de trabajo. Una
remuneración por no trabajar le aporta amaestrada fidelidad al puntero que la
otorga y anula la dignidad.
Asimismo, hoy en día se reclama por el problema de la inseguridad. Nos
preocupa que crezca la violencia de los asaltantes y se la achacamos al consumo
de la droga. Con espanto, se debate las formas de combatirla mejorando las «fuerzas de seguridad». Otra vez, la villa es
foco de ese mal y otra vez, el problema son los síntomas sin atener a las
causas.
Dentro de las villas, aumenta aterradoramente el consumo de «paco» debido a la
desesperanza. Nuevamente, para la sociedad el problema es el síntoma (el «paco» o la violencia que
genera el «paco») y no la causa de que el «paco» exista. Se piensa en desintoxicar adictos sin tener en cuenta que el
adicto regresará al mismo contexto que lo llevó a consumir y evadirse de su
realidad.
La crónica intentará, por lo tanto, dar fe de cómo la religiosidad
popular de esta particular villa es la fuerza que ha combatido y combate la
desesperanza e inspira la lucha de la comunidad Caacupé. En una ciudad que
rechaza al villero, esta comunidad
encuentra un sentido a sus vidas en la religiosidad popular. También,
contención, esperanza y el motor para la organización de la ayuda mutua.
Presento a continuación
el prólogo de la crónica:
La
primera vez que conversé con Charly Olivero, en agosto de 2013, le pregunté si
creía en Dios. Cenábamos pescado con ensalada. Quise ofrecerle comida sana después
de que la persona que me lo había presentado me dijera que comía mucha harina;
mateaba en cada lugar que visitaba y le convidaban pan o factura. Podría ser
elemental que un sacerdote católico tenga fe en la existencia Dios, el dios
cristiano. Pero en un cura villero, lo obvio no parece la conexión espiritual
con una deidad que se halaba, ruega o agradece, sino su entrega a los pobres
urbanos.
Me
respondió: –y si no, qué.
Miró
su plato de la comida que yo le había cocinado y permaneció en silencio, como
profundizando él mismo en la realidad humana a la que refería, ya fuese
personal o aquella con la que convivía a diario.
–Qué
sentido tiene todo –agregó después.
Su
respuesta repiqueteó en mi mente durante los dos años que duró la investigación
que me encomendó sobre la historia de la villa en la que él vive y trabaja.
Inclusive, durante algunos meses, ensayé creer en su Dios, el mismo que venera
mi familia de origen. Pero solo encontré el idéntico silencio e idéntica
soledad de mis anteriores intentos, y, al igual que las otras veces, al poco
tiempo sentí caer libre en el vacío.
El 22
de diciembre por la noche del año pasado lo acompañé a repartir comida a las
ranchadas de paco de la villa. Ese día me había encontrado con él en el
Ministerio de Bienestar Social de la ciudad y después había entrevistado a
Papito y a Oscar el viejo, protagonistas del vasto programa de recuperación del
paco e inserción social que inició Pepe Di Paola. Salimos en una tráfic sin
asientos salvo los delanteros, y atrás íbamos Papito, yo y una olla de un metro
de ancho por uno y medio de alto repleta de un guiso caliente y olor delicioso,
a hogar. Otro grupo había salido a recorrer a pie las ranchadas de Zavaleta con
la otra olla en una carretilla.
Apenas
salimos vi una nena de no más de diez años, vestida en vaqueros y musculosa
blanca, encendiéndose una pipa de paco. Estaba parada sola delante de un
edificio sobre la avenida Iriarte.
La
primera ranchada a la que llegamos tenía un carromato de cartoneros y al lado,
en el suelo, había cuatro chicos recostados contra la pared. Papito los llamó,
¿quieren comé? Hay guiso. Uno se levantó con apatía y se acercó a las puertas
traseras, abiertas, de la trafic. Estaba vestido en harapos sucios, tenía los
ojos opacos y tan poca fuerza en las manos, que se le cayó la bandeja de
plástico repleta de comida al piso. Serví guiso en las bandejitas de plástico
que Papito les entregó a los otros chicos de esa ranchada. Uno de ellos tosía
sin parar y Charly dijo que por la tuberculosis.
Papito
indicaba cuando Charly debía detener la trafic. Como un baqueano, conocía los
lugares en las calles o pasillos donde los adictos acampan. Casi en todas las
oportunidades, los llamaba por sus nombres y después agregaba, amigo o amiga.
Una chica de unos catorce o quince años estiró una mano como para recibir una
bandeja pero el brazo enseguida cayó sobre su falda, como con demasiado
cansancio. El cuello se le dobló y la cabeza colgó sobre el pecho. El pelo era
una maraña reseca. Papito le colocó una bandejita al lado de sus piernas.
Papito
me dijo que si estás de gira no tenés hambre. La tráfic se metió por una calle
de barro que se enangostó tanto que podía pasar un solo auto casi raspando las
paredes a ambos lados. Nos detuvimos donde la calle murió, al lado de un
descampado de treinta metros cuadrados que tenía una cabina de la prefectura.
Esa ranchada estaba pegada a la cabina, y se acercaron unas ocho personas a la
tráfic y esperaron su ración .
Un
patrullero de la policía federal y otro de la Metropolitana recorrían la calle
Iriarte, pavimentada, el límite norte de la villa 21. La trafic avanzaba
despacio y, en una sola cuadra, vimos a cuatro personas acercarse a comprar a
las ventanas enrejadas de dos almacenes, sólo que no se iban con provisiones
para la cena de esa noche, sino con una dosis de paco, en bolsita transparente.
Tres cuadras más adelante empezamos a ver mutilados. También vestidos en
harapos, pero les faltaba una pierna y caminaban con muletas, o las dos piernas
y se desplazaban por la calle en silla de ruedas. Papito me explicó que una
persona que consume paco puede estar de gira dos semanas y roba para consumir.
Y si está manija y aprieta a los que están comprando paco, los transas le pegan
un tiro o dos tiros en el pie al ladrón para aplicarle mafia y que aprenda que
no se le chorea a los clientes. A los que les faltan las dos piernas es que les
pasó dos veces, me aclaró Papito.
Mientras
tanto pensaba en la primera charla con Charly y en su fe en Dios y «si no
qué» y no sentí la ausencia de Dios sino la vista
gorda de los porteños: el estado, los gobernantes, la oposición y la comunidad
en general, indolentes a esta tragedia, resultado de la marginación absoluta, a
una hora a pie del propio Congreso de la Nación.
Fragmento del capítulo
4:
4.
–Cuando yo uso
una palabra –le dijo Humty Dumpty a Alicia a través del espejo– significa lo
que yo decido que signifique, ni más ni menos.
–La cuestión es
–dijo Alicia– si usted puede hacer que las palabras signifiquen cosas tan
diferentes…
–La cuestión es
–dijo Humpty Dumpty– saber quién es el amo, eso es todo.
Lewis
Carrol, Alicia a través del espejo.
El plan de inmigración que se puso en marcha en el
siglo XIX para gestar la República, había buscado remplazar la población nativa
por otra de mejor calidad, blanca. Cuando años más tarde, en los 40, empezaron
a llegar los inmigrantes del norte de nuestro país y de los países limítrofes,
los porteños vieron teñirse de oscuro su capital «europea». Este nuevo
inmigrante que llegó a la ciudad en busca de trabajo procedía de los
exterminados pueblos originarios de Sudamérica y tenía la piel oscura. El
problema del indio era un episodio que ya había sido exitosamente superado,
pero parecía que poco a poco, sus descendientes irrumpían en la Ciudad de
Buenos Aires. La clase media y la
clase alta porteña se sintieron invadidas y agobiadas. Los intelectuales de
izquierda de aquel entonces se solidarizaron con el espanto de la «gente bien», porque ellos también querían preservar el
carácter de ciudad culta y aristocrática de Buenos Aires.
Empezaron a llamar a este inmigrante cabecita negra, negro cabeza, grone, groncho, o la negrada.
…Y allí la vio. Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral
del hotel que tenía el letrero luminoso "Para Damas" en la puerta,
despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda,
vencida y sola y perdida... (pp. 67, 2013).
Inmediatamente después un policía se
acerca y pretende detener al Señor Lanari, un comerciante dueño de una
ferretería, hijo de inmigrantes, por alterar el orden en la vía pública.
El señor Lanari, perplejo,
asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.
–Mire estos
negros, agente, se pasan la vida en curda y después embroman y hacen barullo y
no dejan dormir a la gente.
Entonces se dio cuenta de que el
vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde (pp. 67, 2013).
La negritud se
asoció a lo malo y el término negro cabeza comenzó a aludir a cualquier
persona que se comportase de modo reprochable. El inmigrante era consciente de
que provocaba rechazo en los porteños y procuraba acatar las barreras
invisibles que percibía. Iba del trabajo a su casa y no se dedicaba a deambular
por la ciudad. Se quedaba «adentro» de la villa, el único lugar donde
se sentía protegido con otros exiliados como él, y a salvo de la
discriminación; de ser visto, «afuera», como un negro vago o delincuente.
–Antes a los villeros
nos decían cabecita negra –dice
Alcides Villalba, que vive en el barrio Tres Rosas de la villa–. En la estación de servicio donde
trabajo escucho que los ricos le dicen negro
o villero al que anda
reo, dejado. La otra vez uno se
enojó con el amigo que lo increpó de villero y le gritó, «¡racista!», cuando de reojo me vio ahí limpiando el
parabrisa. Y el otro le dijo, «¡vos sos racista!, animal. Yo no hablo del color de la
piel, hablo de tu alma de negro cabeza». Y eso que te cuento es algo que ya se usa como
normal, sin pensarlo.
–Pero la otra –lo interrumpe Mirta Villalba, hija de
Alcides – es que se llenen la boca
de mentiras en los discursos, nos pinten como lindos y buenos y después
en la vida real se olviden (la hija de Mirta Villalba está actualmente en
consumo de paco).
–El Papa en Paraguay dijo que había que tener
cuidado de los que hacen discursos a favor de los pobres para usarnos para
llegar al poder –dice Graciela,
vecina del barrio.
Jorge Vernazza, cura de la «villa miseria» del Bajo
Flores, escribe que entre los años sesenta y setenta, el cabeza negra, groncho, grone, cabecita, villero, supo recibir,
además de la mirada de espanto, una mirada romántica y lejana que, con el afán
de utilizarlo políticamente, lo pintó como bueno y víctima de un sistema
injusto. Y que en ciertos ámbitos juveniles se había puesto de moda ir a las
villas a «darse un baño de pobreza». Así le
comentó, con sorna, un vecino de la villa.
Después del «Cordobazo», que fue un
importante movimiento de protesta de 1969 contra ciertas medidas del gobierno
de facto del general Eugenio Aramburu y que desencadenó su caída, la
efervescencia política se extendió. Muchos jóvenes de diversos partidos
creyeron que las villas serían un caldo de cultivo para el germen
revolucionario, escribe Vernazza. Pero no llegaban a comprender que los
inmigrantes que vivían allí estaban acuciados por necesidades básicas y no
podían soñar con revoluciones. A estos jóvenes «de izquierda» les frustraba
que los villeros «no entendieran
nada» y se iban defraudados de que «vivieran así y
no aspiraran a algo mejor».
–De chiquitos aprendimos, ya en la escuela, que
somos negros villeros y a disimularlo
–dice Graciela Duarte.
–Ya vamos por unos ochenta años de que se te
complique conseguir trabajo si decís que vivís en una villa –sigue Alcides–. Y
los que tienen un plan, votan al que se los dio para que se lo siga dando.
–Ahora, igual que cuando llegué al barrio –dice
Mario Gómez– te puede detener la policía por «portación de
cara». Cara de villero. Sabemos
que nos pueden revisar los antecedentes o acusarte de borracho y que tengas que
pagar para salir de la comisaría o si no quedarte encerrado una semana entera y
no poder cumplir con tu trabajo.
Entrevisté a Mario Gómez dos veces. Una en abril de
2014, en el patio de la parroquia Caacupé. La segunda vez a fin de ese año, en
su casa, que queda a menos de doscientos metros del Riachuelo. Su casa, como las
de sus vecinos de cuadra, deben ser relocalizadas por la ACUMAR (Autoridad de
Cuenca Matanza del Riachuelo), por el alto riesgo ambiental en las márgenes del
río.
Al sentarnos, lo primero que me mostró fue las fotos
de sus hijas en sus vestidos de quince, orgulloso de que a cada una pudo darle
su fiesta. Tati, su esposa, opinaba sobre algunas cosas de las que hablamos,
ella es hija de inmigrantes paraguayos y se mostraba ávida de compartir sus
recuerdos. Mario es director de la Casa de la Cultura Popular, es originario
pilagá, de Formosa, y durante un buen rato hablamos de la masacre de 1947 del
Ministerio de Guerra de Perón contra los pilagá:
–Los hacendados criollos le tenían miedo al indio –me cuenta– y se
ayudaron por la Iglesia para quitarle tierra a los originarios. Por eso a mí la
Iglesia no me cierra. Me refiero a la Iglesia oficial. Mi abuela se salvó de
milagro del famoso Octubre Pilagá, durante Perón, que mataron más de mil
doscientos pilagá. Los llevaron como ganado a los bretes y ahí la gendarmería
los ametrallaba.
Mario es amigo de Alcides Villalba desde antes de casarse.
–¿Sabés
la cantidad de razzias policiales que se han hecho acá en el barrio? –dice
Alcides– ¿Y sabés cuándo se hacen? Cuando saben que cobramos la quincena.
–Las
villas ofrecen motivos para ser consideradas zonas de riesgo y proclives a la
necesidad de un control o de intervención –dice Juan Gutiérrez. Las famosas «razzias»,
o allanamientos masivos son grandes operativos policiales y parapoliciales de
manera imprevista sin fines claros o al menos que justifiquen un despliegue de
tal envergadura.
–Me asusté porque se me acercó un
villero y pensé que me iba a robar–, me comentó un conocido.
– ¿Cómo sabías dónde vive? – le pregunté.
–El prototipo del villero es el obrero –dice el padre Pepe di Paola, que trabajó
trece años en el barrio–. Si te parabas a las seis de la mañana en la puerta de
Caacupé, salían todos a trabajar. Todos. Así lo confirma el comentar:
Buena
parte de la sociedad pensaba que la villa era la causante de los males y no se
daba cuenta de que es una de las primeras víctimas del individualismo
argentino, porque estos barrios han crecido por una ausencia permanente del
Estado, justamente en estas décadas pasadas. Una presencia del Estado hubiera
hecho que los pobres pudieran tener un lugar como corresponde. Y cuando se
habla de ausencia de Estado no es sólo que no hay ladrillos, sino que se
manifiesta de muchas maneras: ausencia de seguridad plena, de trabajo, de otros
derechos en barrios en donde primero llegó la droga y después una escuela (P. José «Pepe» Di
Paola, La Nación, 25/01/2010).
Merche Fusa, que se crió en una casa de ferroviarios
en el borde de la villa 21-24, en Barracas, me contó que cuando empecé a
acercarme a la gente «de antes», «de la época del
Padre Daniel» y contacté a algunos exmiembros del grupo juvenil
de los años setenta para entrevistarlos, el Chapy Araya, uno de los integrantes
de ese grupo, los invitó a todos un domingo a comer un asado en su casa en
Ezeiza; reencontrarse y recordar. Fue muy conmovedor, me cuenta Merche, porque
el grupo se había dispersado y hacía años que muchos de ellos no se veían. Facebook los ayudó a localizarse cuando
contacté al Chapy Araya y él empezó a buscar al resto del grupo. Fue muy lindo,
me dijo Merche, porque pasaron una tarde de recuerdos y emoción en su casa.
De repente uno de ellos, Miguel Ángel, que según
Merche cambió de clase social cuando se juntó con una mujer que viaja a Francia
y que tiene hijos viviendo en Alemania, les contó que un par de meses antes se
había encontrado con una de las chicas del barrio de aquella época, Haydée, en
el colectivo. Andaba mendigando con dos criaturitas, y estaba toda andrajosa.
Miguel Ángel no la reconoció hasta que ella se le acercó y le reveló:
–Miguel Ángel, ¿no te acordás de mí? Soy Haydée.
Pero Miguel Ángel no la reconoció; «toda sucia, vieja y rota».
– ¡Yo era tu reina!, Miguel Ángel, ¿no te acordás?
Miguel Ángel se rió del aspecto de Haydée delante
del grupo y dijo que ella le había contado que ahora vivía en Fuerte Apache.
Los demás se rieron también, risas cómplices, me dijo Merche, estimuladas por
el envión del reencuentro, el alivio de que sus destinos no se parecían al de
Haydée y la alegría dominguera. Era un momento de nostalgia por la juventud
compartida y no uno para traer a colación la desdicha de lo que la vida había
hecho con uno de ellos. Luis comentó que se había enterado de que Haydée había
tenido nueve hijos. Los primeros, con un marido hasta que un día ella se enteró
de que tenía una vida paralela. Los segundos, con otro tipo que ahora estaba
preso.
Merche me aclara que la familia de Haydée tuvo
muchas desgracias. La hermana se suicidó y más cosas. Y entonces se empezó a
llenar de bronca de que Miguel Ángel hablara así de Haydée, y que hubiese
perdido la sensibilidad al cambiar de clase social. Porque al dejar de ser
pobre, pareciera que lo único que vale es lo propio, lo individual, me dice
Merche, crispada. Le daba bronca que ninguno de los varones reaccionara, y al
final no se aguantó y dijo:
–Pero
che, ¡la pucha! El Padre Daniel no estaría contento de cómo estás hablando de
Haydée. ¿Aunque sea le diste un billete?
–
¡Qué billete ni billete! ¡De eso se tiene que ocupar el gobierno! –le respondió
Miguel Ángel. –Lo tiene que solucionar el gobierno, insistió.
–Bueno
–dijo Merche– a lo mejor Haydée y las criaturitas comían ese día.
Y
el aire se cortaba con un cuchillo, me cuenta Merche. Por eso después le pidió
disculpas a la dueña de casa, la esposa del Chapy.
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