miércoles, 9 de diciembre de 2015

PONENCIA: Los que vivimos a la vera del Riachuelo. JORNADAS de GÉNEROS HÍBRIDOS, USAL, AGOSTO 2015


Los que vivimos a la vera del Riachuelo: crónica de la villa 21/24

Inés Arteta, Universidad del Salvador
inesarteta@gmail.com


Resumen: Se presenta una crónica de la villa 21/24, ubicada en el sur de la ciudad de Buenos Aires, que abarca desde la llegada de los primeros inmigrantes hasta la actualidad, amenazada por el flagelo del paco.
La investigación y las conversaciones con sus protagonistas entrañaron dos años de trabajo. Surgió encomendada por sus curas «villeros», quienes requerían que la historia de la comunidad quedara registrada, convencidos de que esta particular villa, la más grande de la ciudad y considerada una de las más peligrosas, tiene un especial ánimo de lucha gracias a la religiosidad popular. Allí el arzobispo Bergoglio habría cimentado el mensaje que luego sería central en su pontificado: el de una Iglesia pobre para los pobres y su exhortación a los «descartados» y excluidos a organizarse en movimientos sociales.
Este trabajo procura despegarse del registro referencial, ser más audaz y enfocarse en el «suceso»: la religiosidad popular como fuerza otorgadora de sentido de vida frente a la desesperanza de la pobreza. La religiosidad les aporta identidad, unión, fortaleza y solidaridad. El eje de la historia es considerar a la población villera como inmigrantes que dejan sus zonas de origen para salir de la indigencia y llegan a una ciudad que los rechaza, culpándolos de su miseria.
El cronista pretende filtrar la indignación frente al hecho de que los inmigrantes, si bien son requeridos como mano de obra barata, han sido y son repulsados por la población blanca de la ciudad. Este caso ilustra el modo en que una comunidad de inmigrantes sobrevive apoyándose en la religiosidad que les otorga sostén espiritual, idea de unión y sensación de identidad.

Palabras clave: Inmigrantes, exclusión, pobreza, ayuda mutua, religiosidad popular.
AbstractThe nonfiction story of the 21/24 slum, in the south of the city of Buenos Aires, begins with the arrival of the first immigrants and ends with today’s scourge of “paco” (cocaine paste), the poor man’s drug. 
The story was commissioned by the slum priests of the neighborhood, who needed that the account of three generations of immigrants not be lost, convinced that this particular community, in the most dangerous and populated slum of the city, has a special strength of resistance thanks to their popular religiosity. Archbishop Bergoglio, who visited the neighborhood often, admired this special strength and their communal organization. As Pope Francis, he preaches a poor Church for the poor and exhorts the excluded and “socially discarded”, to organize in social movements, the way he saw this community do.
The research and interviews of the principal actors of the story took two years. The chronicler pretends to filter indignation at the way the immigrants are rejected by the white population of the city, when they are real heroes. This case illustrates how a community of immigrants survives in a hostile city that excludes them, by leaning on popular religiosity, which gives them support, bond and sense of identity.

Key words: immigrants, social exclusion, poverty, mutual help, popular religiosity.

Desde el momento en que empecé el trabajo de investigación y entrevistas para escribir la historia de la comunidad Caacupé, en la villa 21/24 de la ciudad de Buenos Aires, mi más difícil encrucijada ha sido decidir cómo se cuenta esta historia. Si bien me resultaba claro que se trataría de una escritura híbrida, fusión de novela tradicional con discurso-testimonio, debía encontrar el foco para alumbrar el suceso y organizar los hechos. Debía «construir» al cronista como testigo que da fe de lo que ocurre, pero prioriza los acontecimientos a su manera. Frente a la estigmatización de la que el villero es víctima, visto por la ciudad blanca de Buenos Aires como un invasor, un sujeto despreciable, vago y peligroso, merecedor de su pobreza, o desde una mirada romántica que los utiliza políticamente, me propuse mostrarlo como un inmigrante que dejó su lugar de origen para sobrevivir.
El espacio temporal de la historia es extenso y sus protagonistas son variados: personas que vivieron su niñez y juventud en la villa y ahora lo hacen desde afuera y consideran un mérito haber podido «salir»; personas que vivieron su niñez y juventud en la villa y se enorgullecen de no haberla abandonado; curas villeros de las distintas épocas, y referentes sociales. Las entrevistas me permiten contar la historia desde las voces de los propios protagonistas, a modo de collage, intercalada, brevemente, con la voz del cronista, un mero testigo. El hilo organizador de las voces es la propia historia de lucha de la comunidad en una ciudad que los estigmatiza y rechaza, desafío que es sostenido por la unión, identidad y esperanza que les aporta la religiosidad popular.
El villero, sucesor del cabecita negra, discriminado por su color, su supuesta ignorancia y facilidad con la que es domesticado como masa electoral, es resistido por la Ciudad de Buenos Aires a la que inmigró. Esa mirada, a la que se suma la percepción romántica sobre la pobreza, que la eleva como un valor y la utiliza políticamente, proceden de la superioridad, del poder. Sin embargo, el villero es un inmigrante que dejó el campo porque allá no tiene trabajo y llega sin nada de las provincias del interior de la Argentina o de los países limítrofes a ofrecerse como mano de obra. El salario que consigue no le permite pagar un alquiler. Ni la luz, el gas, o el impuesto municipal. En un terreno fiscal desocupado en el que antes se habían instalado sus parientes o conocidos, se construye él mismo un rancho con palos y cartón. En cuanto pueda, remplazará el cartón por chapas y tablones de madera; y, acaso más tarde, las chapas por ladrillos. Estos barrio de viviendas autoconstruidas en terrenos tomados al Estado, crecieron a medida que crecía la desocupación en sus zonas de origen y fueron llamados villas miseria.
La villa 21/24, en el barrio de Barracas, es un asentamiento de este tipo; el más grande y con más población de la Ciudad de Buenos Aires. Las primeras familias se ubicaron en los años cuarenta en tierras que en su mayoría habían pertenecido a los ferrocarriles, que ya habían sido estatizados. Provenían de las provincias del interior del país, sobre todo del norte. Buscaron trabajo como estibadores y luego en la construcción y en el servicio doméstico. En los años sesenta empezaron a llegar inmigrantes de los países limítrofes, en su mayoría de origen paraguayo.
En los años setenta no había agua, solo dos canillas comunitarias. No había cloacas, recolección de basura ni electricidad. El inmigrante y su familia se alumbraban con velas y un farol a gas al que llamaban «sol de noche». Al tiempo, entre los vecinos tomaron la luz de cables aéreos. Ellos mismos hicieron el pozo ciego y trazaron las angostas calles para transitar entre las casillas. Esas calles o «pasillos» eran barriales en invierno y polvaredas en verano y corrían zanjas entre algunas casas. Los chicos jugaban en la calle y todos sabían el nombre de todos. Las casas se cerraban solo con una tranquerita con gancho. Comían paloma frita. Frente al desarraigo, replicaron las tradiciones de sus pagos. Con un grupo levantaron una capillita para la Virgen de los Milagros de Caacupé: la patrona morena del Paraguay. Rezarle les permitía sentirse unidos con otros como él; acompañados, y más cerca del pago.
El 23 de junio por la noche festejaba «el San Juan», la fiesta del fuego: arrojaba la pelota tatá, una pelota de trapo empapada de querosén, bola en llamas que circulaba entre la gente que la pateaba para alejarla, como quien espanta el mal. Pasaba descalzo sobre cinco metros de brasas, en el tatá ári jehasa, para desafiar al peligro cuidado por la fe. Se colocaba un casco en forma de cabeza de toro, el toro candil, con un mechón de estopa encendido como cuernos en llamas, mientras el resto de la gente huía de su embestida. Quemaba al Judas kái, un muñeco del traidor. La religiosidad popular, que pertenece a la cultura rural, le confiere al inmigrante consuelo frente al dolor, identidad frente al desarraigo, y una vida comunitaria compartida.
Eran tiempos de efervescencia en la Iglesia Católica de los años sesenta, el Concilio Vaticano II, la Teoría de Liberación y la opción preferencial por los pobres. En Argentina, por más que cada una de las «villas miseria» caía dentro de los límites jurisdiccionales de una parroquia, era enorme la distancia psicológica y cultural de sus habitantes y no acostumbraban a «salir» de la villas para ir a la parroquia. Sin embargo, los curas que empezaron a «entrar» en ellas, descubrieron que allí existía una fuerte sensibilidad religiosa. Estos curas, movidos por el mismo deseo de acercarse a los pobres, empezaron a reunirse quincenalmente para reflexionar, apoyarse mutuamente, y conformaron un equipo. El Arzobispo Coadjutor, Monseñor Juan Carlos Aramburu les otorgó en 1969 la misión de estar presentes en el mundo trabajador y pobre, compartiendo su suerte, considerando que en las villas se necesitaba un trabajo especialmente adaptado a la vida en ellas. Eran «sacerdotes obreros» que estaban autorizados a vivir del trabajo de sus manos. Pronto abrieron los ojos a la riqueza de la religiosidad propia del pueblo que latía en las villas y se propusieron adaptar su trabajo pastoral a ella. La mayoría de los sacerdotes del equipo vivía dentro de su villa, en condiciones similares a las de sus vecinos. Su labor se desarrollaba en tres planos: el religioso, el asistencial y el «revolucionario». Este último  estaba centrado en luchar contra la injusticia y buscar cambios sociales.
El primer cura villero de la villa 21/24 era el padre Daniel de la Sierra; español, claretiano, tercermundista y sociólogo. Llegó en bicicleta, cuando el grupo de paraguayos ya había levantado un metro de pared de la capilla. Empezó a acompañar en su lucha a la comunidad de inmigrantes paraguayos ahí instalados. Su trabajo, al igual que el de otros curas villeros de entonces, además de pastoral, fue de apoyo en sus necesidades de infraestructura y de concientización política.
 Como los pobres eran peronistas, aquellos sacerdotes se comprometieron con esa opción política. Con la expulsión del gobierno peronista se terminó la esperanza de los pobres. El régimen militar  se decidió a erradicar las villas, extirparlas de la ciudad. El trabajo de Daniel de la Sierra debió concentrarse en la ayuda a los inmigrantes del barrio a pelear contra los desalojos forzados. Enfrentó al gobierno municipal con el equipo de curas para las villas en los medios de comunicación, y, en el mismo barrio, instando a la gente para que no dejara su casilla. Para frenar las topadoras, de la Sierra se paraba delante de ellas con los brazos extendidos. Sabía que a los inmigrantes a los que subían a un camión, los llevaban del otro lado de la General Paz; y los instalaban en otros asentamientos precarios o los destinaban a la Quiaca, a los bolivianos, y del otro lado de la frontera, a los paraguayos. De la Sierra entendía que con ello solamente trasladaban la pobreza fuera de los límites de la ciudad. Obtuvo de un juez la sentencia de no innovar y protegió las casillas que aún no habían sido erradicadas. Pero el barrio se había vaciado casi por completo y el arzobispo Juan Carlos Aramburu desterró a de la Sierra a Quilmes por su desafío a las políticas erradicatorias del gobierno militar. Allí se dedicó a armar varias cooperativas de autoconstrucción en terrenos que había conseguido en otros sitios y creó tres barrios obreros.
Con la derrota de Malvinas, en 1982, la dictadura perdió legitimación y, de un día para el otro, la gente empezó a volver al barrio. El repoblamiento fue «mágico»; todo el terreno vaciado por la erradicación se llenó espontáneamente. En un breve lapso, volvieron a aparecer los mismos ranchos que se habían erradicado. Regresó la misma gente y también llegó nueva que, según concuerda la mayoría de los entrevistados, venía con «códigos de solidaridad débiles». Salvo durante la hambruna a raíz de la hiperinflación de 1989, en la que el barrio fue noticia por su solidaridad y su capacidad de organización en comedores populares, el barrio comenzó un proceso de división interna: la zona paraguaya, la santiagueña, los chilenos. Durante el menemismo y el aumento de la desocupación, surgieron el cirujeo, el cartoneo y las ventas ambulantes fuera de la villa. Esta situación produjo la pérdida de la cultura del trabajo y aparecieron bandas de adolescentes perdidos que fueron aprovechados como grupos desechables, funcionales tanto para el narcotráfico como para la política. Con la droga llegaron las armas. Los entrevistados concuerdan en que esta situación fue provocada desde la política, ayudados por la policía, en pos de «llegando a Buenos Aires stearse el viaje,  migrantes del interiore en la sociedad contindividir para reinar», porque convenía tener a ese sector de la población cautivo para usarlo tanto para mano de obra barata como para la delincuencia. La fragmentación del barrio empeoró y la violencia no permitía que la gente pasara de un sector al otro. Las muertes eran cosa de todos los días. La mejor muestra de esta época es lo que ocurrió con el cura villero de ese momento, Juan Gutiérrez, a quién la violencia del barrio sobrepasó. Guillermo Villar, referente social de la villa, puntero, líder de la mutual receptora del Programa Arraigo de la ciudad para la concesión de la propiedad de la tierra a sus ocupantes, obtuvo su apoyo. Villar necesitaba del cura pues percibía esa religiosidad a pesar de la fragmentación y la violencia. Él, como cualquier otro vecino de la villa 21/24, era testigo de la espontánea organización de las fiestas religiosas por parte de la misma gente y el hecho de que, durante la hambruna, las ollas populares se habían colocado al lado de las ermitas. Juan Gutiérrez fue manejado por Villar a su antojo. El trabajo de la mutual terminó convirtiéndose en un negocio inmobiliario que estafó a la gente y Juan Gutiérrez cayó en el alcohol y en las mujeres. Repentinamente, dejó el barrio y los hábitos. La 21/24 era entonces la villa más peligrosa de la ciudad. Es allí donde llegó el padre José María «Pepe» Di Paola.
Durante su primer Misa le trajeron el cuerpo de un hombre al que habían asesinado de un disparo. Entendió enseguida que lo primero que debía hacer para pacificar el barrio era unificarlo. Tenía que encontrar algo con lo que todos se identificaran. Se cumplía el décimo aniversario de la erección de Caacupé en parroquia y, para celebrarlo, decidió traer una réplica de la Virgen desde Paraguay, ya que el ochenta por ciento de la población era paraguaya, y organizar un gran festejo.  El hecho fue un hito que marcó un antes y un después en el barrio: una comitiva en ómnibus trajo la réplica desde el Paraguay hasta la Catedral, donde el Cardenal Bergoglio dio misa. La convocatoria, que se hizo por los megáfonos de una radio paraguaya del barrio y también fuera de él, rebosó las expectativas. La Catedral se llenó de villeros, como un nuevo 17 de octubre. Una semana después, cientos de villeros acompañaron la réplica hasta el barrio, en peregrinación. Es el gran acontecimiento que todos recuerdan como una resurrección que trajo entre sus primeras consecuencias, la apertura de los sectores dominados por las distintas bandas. Con el barrio unido, comenzaron a brotar ermitas, capillas a las vírgenes de Copacabana y Luján, y la gente pudo circular de un sector al otro. Solo después de la apertura del barrio y con el apoyo de la religiosidad popular, la comunidad pudo trabajar en pos de centros sociales de ayuda mutua. El Arzobispo Bergoglio frecuentaba el barrio y fue testigo del cambio que produjo la organización de la comunidad sostenida por estos nuevos principios. Como el cincuenta por ciento de la población del barrio era menor de 18 años, Di Paola puso el acento de la pastoral y organización de la vida comunitaria, en niños y jóvenes. Proyectó constituir líderes positivos para contraponer a los negativos en los pasillos, apoyado sobre el trípode: centro de salud, parroquia y escuela: grupos deportivos, de exploradores (con lineamientos tipo boys scouts), y luego, de acuerdo con las necesidades que fueron surgiendo, levantaba centros tal como «el hogar hombres» como respuesta al problema de la desocupación. Admirado del trabajo de Di Paola, en 2007 el arzobispo Bergoglio lo colocó al frente del Equipo de curas para las Villas de Emergencia. Ese año, el Equipo enfrentó el plan de urbanización de villas del Gobierno de la Ciudad. Los sacerdotes que vivían en las villas de Buenos Aires consideraban que ese proyecto no atendía las necesidades de la población que vivía en las villas sino que buscaban embellecerlas para los ojos de los porteños. Eran medidas estéticas, recriminaron, que no tomaban en consideración la cultura que había germinado en ellas a lo largo de sus décadas de vida. En abril de 2009, Di Paola y el Equipo de curas para las villas publicaron un nuevo documento en el que denunciaban que las drogas, en las villas, estaban despenalizadas de hecho. Con ese documento la sociedad de Buenos Aires se despertó a la existencia de las villas y su crecimiento a una tasa anual del veinte por ciento. Además, Di Paola cobró notoriedad porque, a raíz de esa denuncia, recibió una amenaza de muerte junto a sus colaboradores. El Arzobispo Bergoglio elevó al Equipo a Vicaría y para proteger a Di Paola, lo envió al norte del país.
El Papa Francisco es considerado en el barrio como «uno más» porque compartió con ellos su vida y trabajo comunal. Su vivencia de la villa le mostró la capacidad de lucha de los pobres al unirse y organizarse en comunidad e inspiró su misión apostólica: los pobres están en el centro de la misión de la Iglesia y a los «descartados sociales», –como él llama a los excluidos– les predica que la comunidad es sembradora del cambio.
Desde entonces, la población del barrio creció un cincuenta por ciento por sucesivas «tomas» de tierras. Cerca de cincuenta mil personas hoy viven a la vera del Riachuelo, una zona de riesgo ambiental y sanitario. La miseria en el interior de la Argentina y en los países limítrofes continúa empeorando y, aquellos que pueden costearse el viaje, siguen llegando a Buenos Aires en pos de la expectativa de sobrevivir. En la ciudad, el empleo es escaso, inestable e informal. Como consecuencia, se ha perdido la cultura del trabajo. Aquellos que no alcanzan a subsistir con sus magros ingresos o que ni siquiera tienen trabajo, arañan niveles mínimos de educación y no acceden a los más básicos servicios de salud. Los planes sociales que se reciben son otorgados discrecionalmente por el gobierno. La ayuda gubernamental ha reemplazado a la oferta laboral y la dependencia económica se ha hecho hábito, por lo que el orgullo de las personas se ha violentado y sus perspectivas de futuro se encogieron hasta hacerse invisibles. En ese caldo se instaló el «paco», el desecho de la cocaína, la droga de los pobres. Se cae en el consumo del paco frente a la desesperanza, la ausencia de presente y de futuro. En esta etapa de la historia, otra vez, la religiosidad popular otorga esperanza a los pobres.
A modo de cierre: como sociedad, cada vez estamos más acostumbrados a la pobreza, y a que haya un sector de la población excluida del sistema. Hoy se acepta la existencia de las villas como parte de la ciudad con resignación y malagana. El crecimiento de la pobreza es visto como un hecho irremediable que todavía hoy no indigna lo suficiente como para buscar una solución de fondo. Solo se hallan paliativos, como los planes sociales que comenzaron siendo provisorios hasta lograr la inclusión y que hoy son definitivos, indisolubles y vitales frente a la falta de trabajo. Una remuneración por no trabajar le aporta amaestrada fidelidad al puntero que la otorga y anula la dignidad.
Asimismo, hoy en día se reclama por el problema de la inseguridad. Nos preocupa que crezca la violencia de los asaltantes y se la achacamos al consumo de la droga. Con espanto, se debate las formas de combatirla mejorando las «fuerzas de seguridad». Otra vez, la villa es foco de ese mal y otra vez, el problema son los síntomas sin atener a las causas.
Dentro de las villas, aumenta aterradoramente el consumo de «paco» debido a la desesperanza. Nuevamente, para la sociedad el problema es el síntoma (el «paco» o la violencia que genera el «paco») y no la causa de que el «paco» exista. Se piensa en desintoxicar adictos sin tener en cuenta que el adicto regresará al mismo contexto que lo llevó a consumir y evadirse de su realidad.
La crónica intentará, por lo tanto, dar fe de cómo la religiosidad popular de esta particular villa es la fuerza que ha combatido y combate la desesperanza e inspira la lucha de la comunidad Caacupé. En una ciudad que rechaza al villero, esta comunidad encuentra un sentido a sus vidas en la religiosidad popular. También, contención, esperanza y el motor para la organización de la ayuda mutua.

Presento a continuación el prólogo de la crónica:
La primera vez que conversé con Charly Olivero, en agosto de 2013, le pregunté si creía en Dios. Cenábamos pescado con ensalada. Quise ofrecerle comida sana después de que la persona que me lo había presentado me dijera que comía mucha harina; mateaba en cada lugar que visitaba y le convidaban pan o factura. Podría ser elemental que un sacerdote católico tenga fe en la existencia Dios, el dios cristiano. Pero en un cura villero, lo obvio no parece la conexión espiritual con una deidad que se halaba, ruega o agradece, sino su entrega a los pobres urbanos.
Me respondió: –y si no, qué.
Miró su plato de la comida que yo le había cocinado y permaneció en silencio, como profundizando él mismo en la realidad humana a la que refería, ya fuese personal o aquella con la que convivía a diario.
–Qué sentido tiene todo –agregó después.
Su respuesta repiqueteó en mi mente durante los dos años que duró la investigación que me encomendó sobre la historia de la villa en la que él vive y trabaja. Inclusive, durante algunos meses, ensayé creer en su Dios, el mismo que venera mi familia de origen. Pero solo encontré el idéntico silencio e idéntica soledad de mis anteriores intentos, y, al igual que las otras veces, al poco tiempo sentí caer libre en el vacío.
El 22 de diciembre por la noche del año pasado lo acompañé a repartir comida a las ranchadas de paco de la villa. Ese día me había encontrado con él en el Ministerio de Bienestar Social de la ciudad y después había entrevistado a Papito y a Oscar el viejo, protagonistas del vasto programa de recuperación del paco e inserción social que inició Pepe Di Paola. Salimos en una tráfic sin asientos salvo los delanteros, y atrás íbamos Papito, yo y una olla de un metro de ancho por uno y medio de alto repleta de un guiso caliente y olor delicioso, a hogar. Otro grupo había salido a recorrer a pie las ranchadas de Zavaleta con la otra olla en una carretilla.
Apenas salimos vi una nena de no más de diez años, vestida en vaqueros y musculosa blanca, encendiéndose una pipa de paco. Estaba parada sola delante de un edificio sobre la avenida Iriarte.
La primera ranchada a la que llegamos tenía un carromato de cartoneros y al lado, en el suelo, había cuatro chicos recostados contra la pared. Papito los llamó, ¿quieren comé? Hay guiso. Uno se levantó con apatía y se acercó a las puertas traseras, abiertas, de la trafic. Estaba vestido en harapos sucios, tenía los ojos opacos y tan poca fuerza en las manos, que se le cayó la bandeja de plástico repleta de comida al piso. Serví guiso en las bandejitas de plástico que Papito les entregó a los otros chicos de esa ranchada. Uno de ellos tosía sin parar y Charly dijo que por la tuberculosis.
Papito indicaba cuando Charly debía detener la trafic. Como un baqueano, conocía los lugares en las calles o pasillos donde los adictos acampan. Casi en todas las oportunidades, los llamaba por sus nombres y después agregaba, amigo o amiga. Una chica de unos catorce o quince años estiró una mano como para recibir una bandeja pero el brazo enseguida cayó sobre su falda, como con demasiado cansancio. El cuello se le dobló y la cabeza colgó sobre el pecho. El pelo era una maraña reseca. Papito le colocó una bandejita al lado de sus piernas.
Papito me dijo que si estás de gira no tenés hambre. La tráfic se metió por una calle de barro que se enangostó tanto que podía pasar un solo auto casi raspando las paredes a ambos lados. Nos detuvimos donde la calle murió, al lado de un descampado de treinta metros cuadrados que tenía una cabina de la prefectura. Esa ranchada estaba pegada a la cabina, y se acercaron unas ocho personas a la tráfic y esperaron su ración .
Un patrullero de la policía federal y otro de la Metropolitana recorrían la calle Iriarte, pavimentada, el límite norte de la villa 21. La trafic avanzaba despacio y, en una sola cuadra, vimos a cuatro personas acercarse a comprar a las ventanas enrejadas de dos almacenes, sólo que no se iban con provisiones para la cena de esa noche, sino con una dosis de paco, en bolsita transparente. Tres cuadras más adelante empezamos a ver mutilados. También vestidos en harapos, pero les faltaba una pierna y caminaban con muletas, o las dos piernas y se desplazaban por la calle en silla de ruedas. Papito me explicó que una persona que consume paco puede estar de gira dos semanas y roba para consumir. Y si está manija y aprieta a los que están comprando paco, los transas le pegan un tiro o dos tiros en el pie al ladrón para aplicarle mafia y que aprenda que no se le chorea a los clientes. A los que les faltan las dos piernas es que les pasó dos veces, me aclaró Papito.
Mientras tanto pensaba en la primera charla con Charly y en su fe en Dios y «si no qué» y no sentí la ausencia de Dios sino la vista gorda de los porteños: el estado, los gobernantes, la oposición y la comunidad en general, indolentes a esta tragedia, resultado de la marginación absoluta, a una hora a pie del propio Congreso de la Nación.

Fragmento del capítulo 4:
 4.
–Cuando yo uso una palabra –le dijo Humty Dumpty a Alicia a través del espejo– significa lo que yo decido que signifique, ni más ni menos.
–La cuestión es –dijo Alicia– si usted puede hacer que las palabras signifiquen cosas tan diferentes…
–La cuestión es –dijo Humpty Dumpty– saber quién es el amo, eso es todo.
                                                                           Lewis Carrol, Alicia a través del espejo.

El plan de inmigración que se puso en marcha en el siglo XIX para gestar la República, había buscado remplazar la población nativa por otra de mejor calidad, blanca. Cuando años más tarde, en los 40, empezaron a llegar los inmigrantes del norte de nuestro país y de los países limítrofes, los porteños vieron teñirse de oscuro su capital «europea». Este nuevo inmigrante que llegó a la ciudad en busca de trabajo procedía de los exterminados pueblos originarios de Sudamérica y tenía la piel oscura. El problema del indio era un episodio que ya había sido exitosamente superado, pero parecía que poco a poco, sus descendientes irrumpían en la Ciudad de Buenos Aires. La clase media y la clase alta porteña se sintieron invadidas y agobiadas. Los intelectuales de izquierda de aquel entonces se solidarizaron con el espanto de la «gente bien», porque ellos también querían preservar el carácter de ciudad culta y aristocrática de Buenos Aires.
Empezaron a llamar a este inmigrante cabecita negra, negro cabeza, grone, groncho, o la negrada.
En el cuento Cabecita negra, de 1961, del escritor argentino Germán Rozenmacher, se lee:
…Y allí la vio. Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso "Para Damas" en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida... (pp. 67, 2013).

Inmediatamente después un policía se acerca y pretende detener al Señor Lanari, un comerciante dueño de una ferretería, hijo de inmigrantes, por alterar el orden en la vía pública.
   El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.
–Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.
   Entonces se dio cuenta de que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde (pp. 67, 2013).

La negritud se asoció a lo malo y el término negro cabeza comenzó a aludir a cualquier persona que se comportase de modo reprochable. El inmigrante era consciente de que provocaba rechazo en los porteños y procuraba acatar las barreras invisibles que percibía. Iba del trabajo a su casa y no se dedicaba a deambular por la ciudad. Se quedaba «adentro» de la villa, el único lugar donde se sentía protegido con otros exiliados como él, y a salvo de la discriminación; de ser visto, «afuera», como un negro vago o delincuente.
–Antes a los villeros nos decían cabecita negra –dice Alcides Villalba, que vive en el barrio Tres Rosas de la villa–. En la estación de servicio donde trabajo escucho que los ricos le dicen negro o villero al que anda reo, dejado. La otra vez uno se enojó con el amigo que lo increpó de villero y le gritó, «¡racista!», cuando de reojo me vio ahí limpiando el parabrisa. Y el otro le dijo, «¡vos sos racista!, animal. Yo no hablo del color de la piel, hablo de tu alma de negro cabeza». Y eso que te cuento es algo que ya se usa como normal, sin pensarlo.
–Pero la otra –lo interrumpe Mirta Villalba, hija de Alcides – es que se llenen la boca  de mentiras en los discursos, nos pinten como lindos y buenos y después en la vida real se olviden (la hija de Mirta Villalba está actualmente en consumo de paco).
–El Papa en Paraguay dijo que había que tener cuidado de los que hacen discursos a favor de los pobres para usarnos para llegar al poder –dice  Graciela, vecina del barrio.
Jorge Vernazza, cura de la «villa miseria» del Bajo Flores, escribe que entre los años sesenta y setenta, el cabeza negra, groncho, grone, cabecita, villero, supo recibir, además de la mirada de espanto, una mirada romántica y lejana que, con el afán de utilizarlo políticamente, lo pintó como bueno y víctima de un sistema injusto. Y que en ciertos ámbitos juveniles se había puesto de moda ir a las villas a «darse un baño de pobreza». Así le comentó, con sorna, un vecino de la villa.
Después del «Cordobazo», que fue un importante movimiento de protesta de 1969 contra ciertas medidas del gobierno de facto del general Eugenio Aramburu y que desencadenó su caída, la efervescencia política se extendió. Muchos jóvenes de diversos partidos creyeron que las villas serían un caldo de cultivo para el germen revolucionario, escribe Vernazza. Pero no llegaban a comprender que los inmigrantes que vivían allí estaban acuciados por necesidades básicas y no podían soñar con revoluciones. A estos jóvenes «de izquierda» les frustraba que los villeros «no entendieran nada» y se iban defraudados de que «vivieran así y no aspiraran a algo mejor».
–De chiquitos aprendimos, ya en la escuela, que somos negros villeros y a disimularlo –dice Graciela Duarte.
–Ya vamos por unos ochenta años de que se te complique conseguir trabajo si decís que vivís en una villa –sigue Alcides–. Y los que tienen un plan, votan al que se los dio para que se lo siga dando.
–Ahora, igual que cuando llegué al barrio –dice Mario Gómez– te puede detener la policía por «portación de cara». Cara de villero. Sabemos que nos pueden revisar los antecedentes o acusarte de borracho y que tengas que pagar para salir de la comisaría o si no quedarte encerrado una semana entera y no poder cumplir con tu trabajo.
Entrevisté a Mario Gómez dos veces. Una en abril de 2014, en el patio de la parroquia Caacupé. La segunda vez a fin de ese año, en su casa, que queda a menos de doscientos metros del Riachuelo. Su casa, como las de sus vecinos de cuadra, deben ser relocalizadas por la ACUMAR (Autoridad de Cuenca Matanza del Riachuelo), por el alto riesgo ambiental en las márgenes del río.
Al sentarnos, lo primero que me mostró fue las fotos de sus hijas en sus vestidos de quince, orgulloso de que a cada una pudo darle su fiesta. Tati, su esposa, opinaba sobre algunas cosas de las que hablamos, ella es hija de inmigrantes paraguayos y se mostraba ávida de compartir sus recuerdos. Mario es director de la Casa de la Cultura Popular, es originario pilagá, de Formosa, y durante un buen rato hablamos de la masacre de 1947 del Ministerio de Guerra de Perón contra los pilagá:
–Los hacendados criollos le tenían miedo al indio ­–me cuenta– y se ayudaron por la Iglesia para quitarle tierra a los originarios. Por eso a mí la Iglesia no me cierra. Me refiero a la Iglesia oficial. Mi abuela se salvó de milagro del famoso Octubre Pilagá, durante Perón, que mataron más de mil doscientos pilagá. Los llevaron como ganado a los bretes y ahí la gendarmería los ametrallaba.

Mario es amigo de Alcides Villalba desde antes de casarse.
–¿Sabés la cantidad de razzias policiales que se han hecho acá en el barrio? –dice Alcides– ¿Y sabés cuándo se hacen? Cuando saben que cobramos la quincena.
–Las villas ofrecen motivos para ser consideradas zonas de riesgo y proclives a la necesidad de un control o de intervención –dice Juan Gutiérrez. Las famosas «razzias», o allanamientos masivos son grandes operativos policiales y parapoliciales de manera imprevista sin fines claros o al menos que justifiquen un despliegue de tal envergadura.

–Me asusté porque se me acercó un villero y pensé que me iba a robar–, me comentó un conocido.
– ¿Cómo sabías dónde vive? – le pregunté.
–El prototipo del villero es el obrero –dice el padre Pepe di Paola, que trabajó trece años en el barrio–. Si te parabas a las seis de la mañana en la puerta de Caacupé, salían todos a trabajar. Todos. Así lo confirma el comentar:
Buena parte de la sociedad pensaba que la villa era la causante de los males y no se daba cuenta de que es una de las primeras víctimas del individualismo argentino, porque estos barrios han crecido por una ausencia permanente del Estado, justamente en estas décadas pasadas. Una presencia del Estado hubiera hecho que los pobres pudieran tener un lugar como corresponde. Y cuando se habla de ausencia de Estado no es sólo que no hay ladrillos, sino que se manifiesta de muchas maneras: ausencia de seguridad plena, de trabajo, de otros derechos en barrios en donde primero llegó la droga y después una escuela (P. José «Pepe» Di Paola, La Nación, 25/01/2010).

Merche Fusa, que se crió en una casa de ferroviarios en el borde de la villa 21-24, en Barracas, me contó que cuando empecé a acercarme a la gente «de antes», «de la época del Padre Daniel» y contacté a algunos exmiembros del grupo juvenil de los años setenta para entrevistarlos, el Chapy Araya, uno de los integrantes de ese grupo, los invitó a todos un domingo a comer un asado en su casa en Ezeiza; reencontrarse y recordar. Fue muy conmovedor, me cuenta Merche, porque el grupo se había dispersado y hacía años que muchos de ellos no se veían. Facebook los ayudó a localizarse cuando contacté al Chapy Araya y él empezó a buscar al resto del grupo. Fue muy lindo, me dijo Merche, porque pasaron una tarde de recuerdos y emoción en su casa.
De repente uno de ellos, Miguel Ángel, que según Merche cambió de clase social cuando se juntó con una mujer que viaja a Francia y que tiene hijos viviendo en Alemania, les contó que un par de meses antes se había encontrado con una de las chicas del barrio de aquella época, Haydée, en el colectivo. Andaba mendigando con dos criaturitas, y estaba toda andrajosa. Miguel Ángel no la reconoció hasta que ella se le acercó y le reveló:
–Miguel Ángel, ¿no te acordás de mí? Soy Haydée.
Pero Miguel Ángel no la reconoció; «toda sucia, vieja y rota».
– ¡Yo era tu reina!, Miguel Ángel, ¿no te acordás?
Miguel Ángel se rió del aspecto de Haydée delante del grupo y dijo que ella le había contado que ahora vivía en Fuerte Apache. Los demás se rieron también, risas cómplices, me dijo Merche, estimuladas por el envión del reencuentro, el alivio de que sus destinos no se parecían al de Haydée y la alegría dominguera. Era un momento de nostalgia por la juventud compartida y no uno para traer a colación la desdicha de lo que la vida había hecho con uno de ellos. Luis comentó que se había enterado de que Haydée había tenido nueve hijos. Los primeros, con un marido hasta que un día ella se enteró de que tenía una vida paralela. Los segundos, con otro tipo que ahora estaba preso.
Merche me aclara que la familia de Haydée tuvo muchas desgracias. La hermana se suicidó y más cosas. Y entonces se empezó a llenar de bronca de que Miguel Ángel hablara así de Haydée, y que hubiese perdido la sensibilidad al cambiar de clase social. Porque al dejar de ser pobre, pareciera que lo único que vale es lo propio, lo individual, me dice Merche, crispada. Le daba bronca que ninguno de los varones reaccionara, y al final no se aguantó y dijo:
–Pero che, ¡la pucha! El Padre Daniel no estaría contento de cómo estás hablando de Haydée. ¿Aunque sea le diste un billete?
– ¡Qué billete ni billete! ¡De eso se tiene que ocupar el gobierno! –le respondió Miguel Ángel. –Lo tiene que solucionar el gobierno, insistió.
–Bueno –dijo Merche– a lo mejor Haydée y las criaturitas comían ese día.

Y el aire se cortaba con un cuchillo, me cuenta Merche. Por eso después le pidió disculpas a la dueña de casa, la esposa del Chapy.  



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