miércoles, 1 de febrero de 2017

Anabiblis se muda a inesarteta.com

Anabiblis ahora está en: inesarteta.com


Textos – Inés Arteta

Mis textos de ficción, crónicas, columnas y textos de otros sobre mis textos

lunes, 28 de noviembre de 2016

Presentación de La 21/24 por Leopoldo Brizuela en la Casa de la cultura popular. 25 de noviembre de 2016



Viernes 25 de noviembre de 2016, Casa de la cultura popular, Iriarte 3500, Barracas:
 Con Leopoldo, antes de subir al escenario

Padre Pepe Di Paola y Padre Toto de Vedia, antes de comenzar la presentación


La casa llena

 Firmando libros


Leopoldo


Pepe

 El auditorio



https://www.youtube.com/watch?v=JuHpDlCuh1s&feature=youtu.be



domingo, 20 de noviembre de 2016

San Pedro, paraje de poetas.





Camino con mi perro
por la arena blanca del río.
Me detiene un hombre desnudo
salvo por un shorcito.
Lleva un tronco en sus manos.
Indaga si soy de acá,
no me ha visto antes.
Me enseña su tronco y me consulta
a qué animal prehistórico
podría pertenecer esa pata fosilizada.
Observo el tronco y trato de imaginarlo
brotando de un reptil gigantesco.
Siento orgullo de tener pinta de saber.
Deliberamos.
El hombre concluye que se trata
de un dinosaurio. Escondo mi desconcierto
 y nos decimos adiós.

jueves, 17 de noviembre de 2016

Presentación de "La 21/24, una crónica de la religiosidad popular frente al desamparo", por Ediciones Continente, en el Ateneo Grand Splendid

Después de tres años de investigación y entrevistas, este viernes 18 presentamos el libro en el Ateneo Grand Splendid. El texto, ahora, va a empezar a tener vida propia. Ojalá esté a la altura de sus protagonistas.

jueves, 3 de noviembre de 2016

Ponencia en las jornadas de la USAL de agosto de 2015


Los que vivimos a la vera del Riachuelo: crónica de la villa 21/24.

Inés Arteta, Universidad del Salvador, Argentina, inesarteta@gmail.com


Resumen: Se presenta una crónica de la Villa 21/24, ubicada en el sur de la ciudad de Buenos Aires, que abarca desde la llegada de los primeros inmigrantes hasta la actualidad, amenazada por el flagelo del paco.
La investigación y las conversaciones con sus protagonistas entrañaron tres años de trabajo. Surgió encomendada por sus curas “villeros”, quienes requerían que la historia de la comunidad quedara registrada, convencidos de que esta particular villa, la más grande de la ciudad y considerada una de las más peligrosas, tiene un especial ánimo de lucha gracias a la religiosidad popular. Allí el arzobispo Bergoglio habría calado el mensaje de su pontificado como Papa Francisco de Iglesia pobre para los pobres y su exhortación a los “descartados” y excluidos a organizarse en movimientos sociales.
Este trabajo pretende despegarse del registro referencial, ser más audaz y enfocarse en el “suceso”: la religiosidad popular como fuerza otorgadora de sentido de vida frente a la desesperanza de la pobreza. Ella les aporta identidad, unión, fortaleza y solidaridad. El eje de la historia es considerar a la población villera como inmigrantes que dejan sus zonas de origen para salir de la indigencia y llegan a una ciudad que los rechaza, culpándolos de su miseria.
El cronista pretende filtrar indignación frente al hecho de que los inmigrantes, si bien son requeridos como mano de obra barata, han sido y son repulsados por la población blanca de la ciudad. Este caso ilustra el modo como una comunidad de inmigrantes sobrevive en una ciudad hostil que los excluye, apoyándose en la religiosidad que les otorga apoyo, unión y sensación de identidad.

Palabras clave: Inmigrantes, exclusión, pobreza, ayuda mutua, comunidad, religiosidad popular, identidad, movimientos populares.

AbstractThe nonfiction story of the 21/24 slum, in the south of the city of Buenos Aires, begins with the arrival of the first immigrants and ends with today’s scourge of “paco” (cocaine paste), the poor man’s drug. 
The story was commissioned by the slum priests of the neighborhood, who needed that the account of three generations of immigrants not be lost, convinced that this particular community, in the most dangerous slum of the city, has a special strength of resistance thanks to their popular religiosity. Archbishop Bergoglio, who visited the neighborhood often, admired this special strength and their communal organization. As Pope Francis, he preaches a poor Church for the poor and exhorts the excluded and “socially discarded”, to organize themselves in social movements, the way he saw this community do.
The research and interviews of the principal actors of the story took two years. The chronicler pretends to show indignation at the way the immigrants are rejected by the white population of the city, when they are real heroes. This case illustrates how a community of immigrants survives in a hostile city that excludes them, by leaning on popular religiosity, which gives them support, bond and sense of identity.

Key words: immigrants, social exclusion, poverty, mutual help, community, popular religiosity, identity, popular movements.




Desde el momento en que empecé el trabajo de investigación y entrevistas para escribir la historia de la comunidad Caacupé, en la villa 21/24, mi más difícil encrucijada ha sido cómo se cuenta esta historia. Si bien me resultaba claro que se trataría de una escritura híbrida, fusión de novela tradicional con discurso-testimonio, debía encontrar el foco que alumbra el suceso y organiza los hechos. Debía “construir” al cronista como testigo que da fe de lo que ocurre, pero prioriza los acontecimientos a su manera. Frente a la estigmatización de la que el villero es víctima, visto por la ciudad blanca de Buenos Aires como un invasor; un sujeto despreciable, vago y peligroso, merecedor de su pobreza, o desde una mirada romántica que los utiliza políticamente, me propuse mostrarlo como un inmigrante que dejó su lugar de origen para sobrevivir.
El espacio temporal de la historia es extenso y sus protagonistas son variados: personas que vivieron su niñez y juventud en la villa y ahora lo hacen afuera y consideran un mérito haber podido “salir”, personas que vivieron su niñez y juventud en la villa y se enorgullecen de no haberla abandonado; curas villeros de las distintas épocas, y referentes sociales. Las entrevistas me permiten contar la historia desde las voces de los propios protagonistas, a modo de collage, intercalada, brevemente, con la voz del cronista, un mero testigo. El hilo organizador de las voces es la propia historia de lucha de la comunidad en una ciudad que los estigmatiza y rechaza, desafío que es sostenido por la unión, identidad y esperanza que les aporta la religiosidad popular.

El villero, sucesor del cabecita negra, discriminado por su color, su supuesta ignorancia y facilidad con la que es domesticado como masa electoral, es resistido por la Ciudad de Buenos Aires a la que inmigró. Esa mirada, al igual que la que ve la pobreza de manera romántica, la eleva como un valor y la utiliza políticamente, proceden de la superioridad, del poder. Sin embargo, el villero es un inmigrante que dejó el campo porque allá no tiene trabajo y llega sin nada de las provincias del interior de la Argentina o de los países limítrofes a ofrecerse como mano de obra. El salario que consigue no le permite pagar un alquiler. Ni la luz, el gas, o el impuesto municipal. En un terreno fiscal desocupado en el que antes se habían instalado sus parientes o conocidos, se construye él mismo un rancho con palos y cartón. En cuanto pueda, remplazará el cartón por chapas y tablones de madera; y, acaso más tarde, las chapas por ladrillos. Estos barrios de viviendas autoconstruidas en terrenos tomados al Estado, crecieron a medida que crecía la desocupación en sus zonas de origen y fueron llamados villas miseria.
La villa 21/24, en el barrio de Barracas, es un asentamiento de este tipo; el más grande y con más población de la Ciudad de Buenos Aires. Las primeras familias se ubicaron en los años cuarenta en tierras que en su mayoría habían pertenecido a los ferrocarriles, que ya habían sido estatizados. Provenían de las provincias del interior del país, sobre todo del norte. Buscaron trabajo como estibadores y luego en la construcción y en el servicio doméstico. En los años sesenta empezaron a llegar inmigrantes de los países limítrofes, en su mayoría de origen paraguayo.
En los años setenta no había agua, solo dos canillas comunitarias. No había cloacas, recolección de basura ni electricidad. El inmigrante y su familia se alumbraban con velas y un farol a gas al que llamaban “sol de noche”. Al tiempo, entre los vecinos tomaron la luz de cables aéreos. Ellos mismos hicieron el pozo ciego y trazaron las angostas calles para transitar entre las casillas. Esas calles o “pasillos” eran barriales en invierno y polvaredas en verano y corrían zanjas entre algunas casas. Los chicos jugaban en la calle y todos sabían el nombre de todos. Las casas se cerraban solo con una tranquerita con gancho. Comía paloma frita. Frente al desarraigo, replicó las tradiciones de sus pagos. Con un grupo levantó una capillita para la Virgen de los Milagros de Caacupé: la patrona morena del Paraguay. Rezarle le permitía sentirse unido con otros como él; acompañado, y más cerca del pago.
El 23 de junio por la noche festejaba “el San Juan”, la fiesta del fuego: arrojaba la pelota tatá, una pelota de trapo empapada de querosén, bola en llamas que circulaba entre la gente que la pateaba para alejarla, como quien espanta el mal. Pasaba descalzo sobre cinco metros de brasas, en el tatá ári jehasa, para desafiar al peligro cuidado por la fe. Se colocaba un casco en forma de cabeza de toro, el toro candil, con un mechón de estopa encendido como cuernos en llamas, mientras el resto de la gente huía de su embestida. Quemaba al Judas kái, un muñeco del traidor. La religiosidad popular, que pertenece a la cultura rural, le confiere al inmigrante consuelo frente al dolor, identidad frente al desarraigo, y vida comunitaria.
Eran tiempos de efervescencia en la Iglesia Católica del Concilio Vaticano II, la Teoría de Liberación y la opción preferencial por los pobres. En Argentina, por más que cada una de las “villas miseria” caía dentro de los límites jurisdiccionales de una parroquia, era enorme la distancia psicológica y cultural de sus habitantes y no acostumbraban a “salir” de la villas para ir a la parroquia. Sin embargo, los curas que empezaron a “entrar” en ellas, descubrieron que allí existía una fuerte sensibilidad religiosa. Estos curas, movidos por el mismo deseo de acercarse a los pobres, empezaron a reunirse quincenalmente para reflexionar, apoyarse mutuamente, y conformaron un equipo. El Arzobispo Coadjutor, Monseñor Juan Carlos Aramburu les otorgó en 1969 la misión de estar presentes en el mundo trabajador y pobre, compartiendo su suerte, considerando que en las villas se necesitaba un trabajo especialmente adaptado a la vida en ellas. Eran “sacerdotes obreros” que estaban autorizados a vivir del trabajo de sus manos. Pronto abrieron los ojos a la riqueza de la religiosidad propia del pueblo que latía en las villas y se propusieron adaptar su trabajo pastoral a ella. La mayoría de los sacerdotes del equipo vivía dentro de su villa, en condiciones similares a las de sus vecinos. Su labor se desarrollaba en tres planos: el religioso, el asistencial y el “revolucionario”. Este último era luchar contra la injusticia y buscar cambios sociales.
El primer cura villero de la villa 21/24 es el padre Daniel de la Sierra; español, claretiano, tercermundista y sociólogo. Llegó en bicicleta, cuando el grupo de paraguayos ya había levantado un metro de pared de la capilla. Empezó a acompañar en su lucha a la comunidad de inmigrantes paraguayos ahí instalados. Su trabajo, al igual que el de otros curas villeros de entonces, además de pastoral, fue de apoyo en sus necesidades de infraestructura y de concientización política.
 Como los pobres eran peronistas, aquellos sacerdotes se comprometieron con esa opción política. Con la expulsión del gobierno peronista se terminó la esperanza de los pobres. El régimen militar  se decidió a erradicar las villas, extirparlas de la ciudad. El trabajo de Daniel de la Sierra debió concentrarse en la ayuda a los inmigrantes del barrio a pelear contra los desalojos forzados. Enfrentó al gobierno municipal con el Equipo de curas para las villas en los medios de comunicación, y, en el mismo barrio, instando a la gente para que no dejara su casilla. Para frenar las topadoras, de la Sierra se paraba delante de ellas con los brazos extendidos. Sabía que a los inmigrantes a los que trepaban a un camión, los llevaban del otro lado de la General Paz; en otros asentamientos precarios o a la Quiaca a los bolivianos y del otro lado de la frontera a los paraguayos. De la Sierra entendía que con ello solamente trasladaban la pobreza fuera de los límites de la ciudad. Obtuvo de un juez la sentencia de no innovar y protegió las casillas que aún no habían sido erradicadas. Pero el barrio se había vaciado casi por completo y de la Sierra fue desterrado a Quilmes por el arzobispo Juan Carlos Aramburu por su desafío a las políticas erradicatorias del gobierno militar. Allí se dedicó a varias cooperativas de autoconstrucción en terrenos que había conseguido en otros sitios y creó tres barrios obreros.
Con la derrota de Malvinas, en 1982, la dictadura pierde legitimación y, de un día para el otro, la gente empieza a volver al barrio. El repoblamiento es “mágico”; todo el terreno vaciado por la erradicación se llena espontáneamente. En un breve lapso de tiempo, vuelven a aparecer mismos ranchos que se había arrancado. Regresa la misma gente y llega nueva que, según concuerda la mayoría de los entrevistados, viene con “códigos de solidaridad débiles”. Salvo durante la hambruna a raíz de la hiperinflación de 1989, en la que el barrio fue noticia por su solidaridad y su capacidad de organización de comedores populares, el barrio comienza un proceso de división interna: la zona paraguaya, la santiagueña, los chilenos. Durante el menemismo y el aumento de la desocupación, surge el cirujeo, el cartoneo y las ventas ambulantes fuera de la villa. Se pierde la cultura del trabajo y aparecen bandas de adolescentes perdidos que son aprovechados como grupos desechables, funcionales tanto para el narcotráfico como para la política. Con la droga llegan las armas. Los entrevistados concuerdan en que esta situación es provocada desde la política, ayudados por la policía, en pos de dividir para reinar, porque convenía tener a ese sector de la población cautivo para usarlo tanto para mano de obra barata como para la delincuencia. La fragmentación del barrio empeora y la violencia no permite que la gente pase de un sector al otro. Las muertes son cosa de todos los días. La mejor muestra de esta época es lo que ocurrió con el cura villero de ese momento, Juan Gutiérrez, a quién la violencia del barrio sobrepasó. El referente social de la villa, puntero, líder de la mutual receptora del Programa Arraigo de la ciudad para la concesión de la propiedad de la tierra a sus ocupantes, obtiene su apoyo. El puntero necesita del cura porque era conocedor de la religiosidad de la población. Él, como cualquier otro poblador de la villa 21/24, vivía esa religiosidad a pesar de la fragmentación y la violencia: la espontánea organización de las fiestas religiosas por parte de la misma gente, y el hecho de que durante la hambruna, las ollas populares se habían colocado al lado de las ermitas. Juan Gutiérrez fue manejado por él a su antojo. El trabajo de la mutual terminó convirtiéndose en un negocio inmobiliario que estafó a la gente y Juan Gutiérrez cayó en el alcohol y en las mujeres. Repentinamente, dejó el barrio y los hábitos. La 21/24 era entonces la villa más peligrosa de la ciudad. Es allí donde llega el padre José María “Pepe” di Paola.
Durante su primer Misa, le tiraron un muerto a sus pies. Entendió enseguida que lo primero que debía hacer para pacificar el barrio era unificarlo. Tenía que encontrar algo con lo que todos se identificaran. Se cumplía el décimo aniversario de la erección de Caacupé en parroquia y se le ocurrió traer una réplica de la Virgen desde Paraguay, ya que el 80% de la población era paraguaya, y organizar un gran festejo.  El hecho fue un hito que marcó un antes y un después en el barrio: una comitiva en ómnibus trajo la réplica desde el Paraguay hasta la Catedral, donde el Cardenal Bergoglio dio misa. La convocatoria, que se hizo por los megáfonos de una radio paraguaya del barrio y también fuera de él, rebosó la expectativa. La Catedral se llenó de villeros, como un nuevo 17 de octubre. Una semana después, cientos de villeros acompañaron a la réplica hasta el barrio, en peregrinación. Es el gran acontecimiento que todos recuerdan como una resurrección que produjo la apertura de los sectores dominados por las distintas bandas. Con el barrio unido, comenzaron a brotar ermitas, capillas a la virgen de Copacabana y Luján, y la gente pudo circular de un sector al otro. Sólo después de la apertura del barrio y con el apoyo de la religiosidad popular, la comunidad pudo trabajar en pos de centros sociales de ayuda mutua. El Arzobispo Bergoglio frecuentaba el barrio y fue testigo del cambio que produjo la organización de la comunidad sostenida por la religiosidad popular. Como el 50% de la población del barrio es menor de 18 años, Di Paola puso el acento de la pastoral y organización de vida comunitaria, en niños y jóvenes. Proyectó constituir líderes positivos para contraponer los negativos en los pasillos, apoyado sobre el trípode centro de salud, parroquia y escuela: grupos deportivos, de exploradores (con lineamientos tipo “boys scouts”), y luego, de acuerdo a las necesidades que fueron surgiendo, levantaba centros como por ejemplo “el hogar hombres” como respuesta al problema de la desocupación. Admirado del trabajo de Di Paola, en 2007 el arzobispo Bergoglio lo colocó al frente del Equipo de curas para las Villas de Emergencia. Ese año, el Equipo enfrentó el plan de urbanización de villas del Gobierno de la Ciudad por “colonialista”. Consideraban que ese proyecto no atendía las necesidades de la población que vivía en las villas si no que buscaban embellecerlas para los ojos de los porteños. Eran medidas estéticas, recriminaron, que no tomaban en consideración la cultura que había germinado en ellas a lo largo de sus décadas de vida. En abril de 2009 Di Paola y el Equipo de curas para las villas publicaron un nuevo documento en el que denunciaban que las drogas, en las villas, estaban despenalizadas de hecho. Con ese documento la sociedad de Buenos Aires se despertó a la existencia de las villas y su crecimiento a una tasa anual del 20%. Además, Di Paola cobró notoriedad porque, a raíz de esa denuncia, recibió una amenaza de muerte a sus colaboradores. El Arzobispo Bergoglio elevó al Equipo a Vicaría y envió a Di Paola al norte del país.
El Papa Francisco es considerado en el barrio como “uno más” porque compartió con ellos su vida y trabajo comunal. Su vivencia aquí le mostró la capacidad de lucha de los pobres al unirse y organizarse en comunidad e inspiró su misión apostólica: los pobres están en el centro de la misión de la Iglesia y a los “descartados sociales”, –como él llama a los excluidos– les predica que la comunidad es sembradora del cambio.
Desde entonces, la población del barrio creció un 50% por sucesivas “tomas” de tierras. Cerca de 50.000 personas hoy viven a la vera del Riachuelo, aún una zona de riesgo ambiental y sanitario. Empeora la perspectiva de conseguir trabajo y de insertarse en la sociedad. En ese caldo cultivó el paco, el desecho de la cocaína, la droga de los pobres. Se cae en el consumo del paco frente a la desesperanza, la ausencia de presente y de futuro. En esta etapa de la historia es cuando la religiosidad popular, más que nunca, otorga esperanza a los pobres.

Como cierre: como sociedad, cada vez estamos más acostumbrados a la pobreza, y a que haya un sector de la población excluida del sistema. Hoy se acepta la existencia de las villas como parte de la ciudad con resignación y malagana. El crecimiento de la pobreza es visto como un hecho irremediable que todavía hoy no indigna lo suficiente como para buscar una solución de fondo. Sólo se hallan paliativos, como los planes sociales que comenzaron siendo provisorios hasta lograr la inclusión y que hoy son definitivos, indisolubles y vitales frente a la falta de trabajo. Una remuneración por no trabajar, empobrece la dignidad y le aporta amaestrada fidelidad al puntero que la otorga.
Asimismo, se reclama por el problema de la inseguridad. Nos preocupa que crezca la violencia de los asaltantes y se la achacamos al consumo de la droga. Con espanto, se debate las formas de combatirla mejorando las “fuerzas de seguridad”. Otra vez, la villa es foco de ese mal y otra vez, el problema son los síntomas sin atener a las causas.
Dentro de las villas, aumenta aterradoramente el consumo de paco debido a la desesperanza. Nuevamente, para la sociedad el problema es el síntoma (el paco o la violencia que genera el paco) y no la causa de que el paco exista. Se piensa en desintoxicar adictos sin tener en cuenta que el adicto regresará al mismo contexto que lo llevó a consumir y evadirse de su realidad.
La crónica intentará, por lo tanto, dar fe de cómo la religiosidad popular de esta particular villa es la fuerza que ha combatido y combate la desesperanza e inspira la lucha de la comunidad Caacupé. En una ciudad que rechaza al villero, esta comunidad encuentra en la devoción a la virgencita azul un sentido a sus vidas. También, contención, esperanza y el motor para la organización de la ayuda mutua y hoy, frente a la desesperación que provoca la caída en el paco.

Presento acá el prólogo de la crónica:
 “La primera vez que conversé con Charly Olivero, en agosto de 2013, le pregunté si creía en Dios. Cenábamos pescado con ensalada. Quise ofrecerle comida sana después de que la persona que me lo había presentado me dijera que comía mucha harina; mateaba en cada lugar que visitaba y le convidaban pan o factura. Podría ser elemental que un sacerdote católico tenga fe en la existencia Dios, el dios cristiano. Pero en un cura villero, lo obvio no parece la conexión espiritual con una deidad que se halaba, ruega o agradece, sino su entrega a los pobres urbanos.
Me respondió: –y si no, qué.
Miró su plato de la comida que yo le había cocinado y permaneció en silencio, como profundizando él mismo en la realidad humana a la que refería, ya fuese personal o aquella con la que convivía a diario.
–Qué sentido tiene todo –agregó después.
Su respuesta repiqueteó en mi mente durante los dos años que duró la investigación que me encomendó sobre la historia de la villa en la que él vive y trabaja. Inclusive, durante algunos meses, ensayé creer en su Dios, el mismo que venera mi familia de origen. Pero solo encontré el idéntico silencio e idéntica soledad de mis anteriores intentos, y, al igual que las otras veces, al poco tiempo sentí caer libre en el vacío.
El 22 de diciembre por la noche del año pasado lo acompañé a repartir comida a las ranchadas de paco de la villa. Ese día me había encontrado con él en el Ministerio de Bienestar Social de la ciudad y después había entrevistado a Papito y a Oscar el viejo, protagonistas del vasto programa de recuperación del paco e inserción social que inició Pepe di Paola. Salimos en una trafic sin asientos salvo los delanteros, y atrás íbamos Papito, yo y una olla de un metro de ancho por uno y medio de alto repleta de un guiso caliente y olor delicioso, a hogar. Otro grupo había salido a recorrer a pie las ranchadas de Zavaleta con la otra olla en una carretilla.
Apenas salimos vi una nena de no más de diez años, vestida en vaqueros y musculosa blanca, encendiéndose una pipa de paco. Estaba parada sola delante de un edificio sobre la avenida Iriarte.
La primera ranchada a la que llegamos tenía un carromato de cartoneros y al lado, en el suelo, había cuatro chicos recostados contra la pared. Papito los llamó, ¿quieren comé? Hay guiso. Uno se levantó con apatía y se acercó a las puertas traseras, abiertas, de la trafic. Estaba vestido en harapos sucios, tenía los ojos opacos y tan poca fuerza en las manos, que se le cayó la bandeja de plástico repleta de comida al piso. Serví guiso en las bandejitas de plástico que Papito les entregó a los otros chicos de esa ranchada. Uno de ellos tosía sin parar y Charly dijo que por la tuberculosis.
Papito indicaba cuando Charly debía detener la trafic. Como un baqueano, conocía los lugares en las calles o pasillos donde los adictos acampan. Casi en todas las oportunidades, los llamaba por sus nombres y después agregaba, amigo o amiga. Una chica de unos catorce o quince años estiró una mano como para recibir una bandeja pero el brazo enseguida cayó sobre su falda, como con demasiado cansancio. El cuello se le dobló y la cabeza colgó sobre el pecho. El pelo era una maraña reseca. Papito le colocó una bandejita al lado de sus piernas.
Papito me dijo que si estás de gira no tenés hambre. La tráfic se metió por una calle de barro que se enangostó tanto que podía pasar un solo auto casi raspando las paredes a ambos lados. Nos detuvimos donde la calle murió, al lado de un descampado de treinta metros cuadrados que tenía una cabina de la prefectura. Esa ranchada estaba pegada a la cabina, y se acercaron unas ocho personas a la tráfic y esperaron su ración.
Un patrullero de la policía federal y otro de la Metropolitana recorrían la calle Iriarte, pavimentada, el límite norte de la villa 21. La trafic avanzaba despacio y, en una sola cuadra, vimos a cuatro personas acercarse a comprar a las ventanas enrejadas de dos almacenes, sólo que no se iban con provisiones para la cena de esa noche, sino con una dosis de paco, en bolsita transparente. Tres cuadras más adelante empezamos a ver mutilados. También vestidos en harapos, pero les faltaba una pierna y caminaban con muletas, o las dos piernas y se desplazaban por la calle en silla de ruedas. Papito me explicó que una persona que consume paco puede estar de gira dos semanas y roba para consumir. Y si está manija y aprieta a los que están comprando paco, los transas le pegan un tiro o dos tiros en el pie al ladrón para aplicarle mafia y aprenda que no se le chorea a los clientes. A los que les faltan las dos piernas es que les pasó dos veces, me aclaró Papito.
Mientras tanto pensaba en la primera charla con Charly y en su fe en Dios y si no qué y no sentí la ausencia de Dios sino la vista gorda de los porteños: el estado, los gobernantes, la oposición y la comunidad en general, indolentes a esta tragedia, resultado de la marginación absoluta, a una hora a pie del propio Congreso de la Nación.

Presento el capítulo 4:

6. Villero
“–Cuando yo uso una palabra –le dijo Humty Dumpty
a Alicia a través del espejo–
significa lo que yo decido que signifique, ni más ni menos.
–La cuestión es –dijo Alicia–
 si usted puede hacer que las palabras signifiquen cosas tan diferentes…
–La cuestión es –dijo Humpty Dumpty–
 saber quién es el amo, eso es todo”.
                                                                           Lewis Carrol, Alicia a través del espejo.

               
El plan de inmigración que se puso en marcha en el siglo XIX para gestar la República, había buscado remplazar la población nativa por otra de mejor calidad, blanca. Cuando años más tarde, en los años 40, empezaron a llegar los inmigrantes del norte de nuestro país y de los países limítrofes, los porteños vieron teñirse de oscuro su capital “europea”. Este nuevo inmigrante que llega a la ciudad en busca de trabajo desciende de los exterminados pueblos originarios de Sudamérica y tiene la piel oscura. El problema del indio era un episodio que ya había sido exitosamente superado, pero parecía que poco a poco, sus descendientes irrumpían en la Ciudad de Buenos Aires. La clase media y la clase alta porteña se sintieron invadidas y agobiadas. Los intelectuales de izquierda de aquel entonces se solidarizaron con el espanto de la “gente bien”, porque ellos también querían preservar el carácter de ciudad culta y aristocrática de Buenos Aires.
Empezaron a llamar a este inmigrante “cabecita negra”, "negro cabeza", "grone", "groncho", o "la negrada".
En el cuento "Cabecita negra", de 1961, del escritor argentino Germán Rozenmacher, dice así:
…“Y allí la vio. Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero luminoso "Para Damas" en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, ...”.
Inmediatamente después un policía se acerca y pretende detener al Señor Lanari por alterar el orden en la vía pública.
“El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al vigilante.
–Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.
Entonces se dio cuenta de que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde”.
La negritud se asoció a lo malo y el término negro cabeza comenzó a aludir a cualquier persona que se comportase de modo reprochable. El inmigrante era consciente de que provocaba rechazo en los porteños y procuraba acatar las barreras invisibles que percibía. Iba del trabajo a su casa y no se dedicaba a deambular por la ciudad. Se quedaba “adentro” de la villa, el único lugar donde se sentía protegido con otros exiliados como él, y a salvo de la discriminación; de ser visto, “afuera”, como un negro vago o delincuente.
–Antes a los villeros nos decían cabecita negra –dice Alcides Villalba, que vive en el barrio Tres Rosas de la villa–. En la estación de servicio donde trabajo escucho que los ricos le dicen negro o villero al que anda reo, dejado. La otra vez uno se enojó con el amigo que lo increpó de villero y le gritó, “¡racista!”, cuando de reojo me vio ahí limpiando el parabrisa. Y el otro le dijo, “¡vos sos racista!, animal. Yo no hablo del color de la piel, hablo de tu alma de negro cabeza”. Y eso que te cuento es algo que ya se usa como normal, sin pensarlo.
–Pero la otra –lo interrumpe Mirta Villalba, hija de Alcides – es que se llenen la boca  de mentiras en los discursos, nos pinten como lindos y buenos y después en la vida real se olviden (la hija de Mirta Villalba está actualmente en consumo de paco).
–El Papa en Paraguay dijo que había que tener cuidado de los que hacen discursos a favor de los pobres para usarnos para llegar al poder –dice  Graciela Duarte.
Jorge Vernazza, cura de la “villa miseria” del Bajo Flores, escribe que entre los años sesenta y setenta, el cabeza negra, groncho, grone, cabecita, villero, supo recibir, además de la mirada de espanto, una mirada romántica y lejana que, con el afán de utilizarlo políticamente, lo pintó como bueno y víctima de un sistema injusto. Y que en ciertos ámbitos juveniles se había puesto de moda ir a las villas a “darse un baño de pobreza”. Así le comentó, con sorna, un vecino de la villa.
Después del “Cordobazo”, que fue un importante movimiento de protesta de 1969 contra ciertas medidas del gobierno de facto del general Eugenio Aramburu y que desencadenó su caída, la efervescencia política se extendió. Muchos jóvenes de diversos partidos creyeron que las villas serían un caldo de cultivo para el germen revolucionario, escribe Vernazza. Pero no llegaban a comprender que los inmigrantes que vivían allí estaban acuciados por necesidades básicas y no podían soñar con revoluciones. A estos jóvenes “de izquierda” les frustraba que los villeros “no entendieran nada” y se iban defraudados de que “vivieran así y no aspiraran a algo mejor”.
–De chiquitos aprendimos, ya en la escuela, que somos negros villeros y a disimularlo –dice Graciela Duarte.
–Ya vamos por unos ochenta años de que se te complique conseguir trabajo si decís que vivís en una villa –sigue Alcides–. Y los que tienen un plan, votan al que se los dio para que se lo siga dando.
–Ahora, igual que cuando llegué al barrio –dice Mario Gómez– te puede detener la policía por “portación de cara”. Cara de villero. Sabemos que nos pueden revisar los antecedentes o que acusarte de borracho y tengas que pagar para salir de la comisaría o sino quedarte encerrado una semana entera y no poder cumplir con tu trabajo.
Entrevisté a Mario Gómez dos veces. Una en abril de 2014, en el patio de la parroquia Caacupé. La segunda vez a fin de ese año, en su casa, que queda a menos de doscientos metros del Riachuelo. Su casa, como la de sus vecinos de cuadra, deben ser relocalizadas por la ACUMAR (Autoridad de Cuenca Matanza del Riachuelo), por el alto riesgo ambiental en las márgenes del río.
Al sentarnos, lo primero que me mostró fue las fotos de sus hijas en sus vestidos de quince, orgulloso de que a cada una pudo darle su fiesta. Tati su esposa opinaba de algunas cosas que hablamos, ella es hija de inmigrantes paraguayos y se mostraba ávida de compartir sus recuerdos. Mario es director de la Casa de la Cultura Popular, es originario pilagá, de Formosa, y durante un buen rato hablamos de la masacre de 1947 del Ministerio de Guerra de Perón contra los pilagá:
–Los hacendados criollos le tenían miedo al indio ­–me cuenta– y se ayudaron por la Iglesia para quitarle tierra a los originarios. Por eso a mí la Iglesia no me cierra. Me refiero a la Iglesia oficial. Mi abuela se salvó de milagro del famoso Octubre Pilagá, durante Perón, que mataron más de mil doscientos pilagá. Los llevaron como ganado a los bretes y ahí la gendarmería los ametrallaba.
Mario es amigo de Alcides Villalba desde antes de casarse.
–¿Sabés la cantidad de razzias policiales que se han hecho acá en el barrio? –dice Alcides– ¿Y sabés cuándo se hacen? Cuando saben que cobramos la quincena.
–Las villas ofrecen motivos para ser consideradas zonas de riesgo y proclives a la necesidad de un control o de intervención –dice Juan Gutiérrez. Las famosas “razzias”, o allanamientos masivos son grandes operativos policiales y parapoliciales de manera imprevista sin fines claros o al menos que justifiquen un despliegue de tal envergadura.
–Me asusté porque se me acercó un villero y pensé que me iba a robar–, me comentó un conocido.
– ¿Cómo sabías dónde vive? – le pregunté.
–El prototipo del villero es el obrero –dice el padre Pepe di Paola, que trabajó trece años en el barrio–. Si te parabas a las seis de la mañana en la puerta de Caacupé, salían todos a trabajar. Todos.
"Buena parte de la sociedad pensaba que la villa era la causante de los males y no se daba cuenta de que es una de las primeras víctimas del individualismo argentino, porque estos barrios han crecido por una ausencia permanente del Estado, justamente en estas décadas pasadas. Una presencia del Estado hubiera hecho que los pobres pudieran tener un lugar como corresponde. Y cuando se habla de ausencia de Estado no es sólo que no hay ladrillos, sino que se manifiesta de muchas maneras: ausencia de seguridad plena, de trabajo, de otros derechos en barrios en donde primero llegó la droga y después una escuela." (P. José "Pepe" Di Paola, Entrevista en La Nación, 25/01/2010) 
Merche Fusa, que se crió en una casa de ferroviarios en el borde de la villa 21-24, en Barracas, me contó que cuando empecé a acercarme a la gente “de antes”, “de la época del Padre Daniel” y contacté a algunos ex miembros del grupo juvenil de los años setenta para entrevistarlos, el Chapy Araya, uno de los integrantes de ese grupo, los invitó a todos, un domingo a comer un asado en su casa en Ezeiza; reencontrarse y recordar. Fue muy conmovedor, me cuenta Merche, porque el grupo se había dispersado y hacía años que muchos de ellos no se veían. Facebook los ayudó a localizarse cuando contacté al Chapy Araya y él empezó a buscar al resto del grupo. Fue muy lindo, me dijo Merche, porque pasaron una tarde de recuerdos y emoción en su casa.
De repente uno de ellos, Miguel Ángel, que según Merche cambió de clase social cuando se juntó con una mujer que viaja a Francia y que tiene hijos viviendo en Alemania, les contó que un par de meses antes se había encontrado con una de las chicas del barrio de aquella época, Haydée, en el colectivo. Andaba mendigando con dos criaturitas, y estaba toda andrajosa. Miguel Ángel no la reconoció hasta que ella se le acercó y le reveló:
–Miguel Ángel, ¿no te acordás de mí? Soy Haydée.
Pero Miguel Ángel no la reconoció; “toda sucia, vieja y rota”.
– ¡Yo era tu reina!, Miguel Ángel, ¿no te acordás?
 Miguel Ángel se rió del aspecto de Haydée delante del grupo y dijo que ella le había contado que ahora vivía en Fuerte Apache. Los demás se rieron también, risas cómplices, me dijo Merche, estimuladas por el envión del reencuentro, el alivio de que sus destinos no se parecían al de Haydée y la alegría dominguera. Era un momento de nostalgia por la juventud compartida y no uno para traer a colación la desdicha de lo que la vida había hecho con uno de ellos. Luis comentó que se había enterado de que Haydée había tenido nueve hijos. Los primeros con un marido que un día ella se enteró que tenía una vida paralela. Los segundos con otro tipo que ahora estaba preso.
Merche me aclara que la familia de Haydée tuvo muchas desgracias. La hermana se suicidó y más cosas. Y entonces se empezó a llenar de bronca de que Miguel Ángel hablara así de Haydée, y que hubiese perdido la sensibilidad al cambiar de clase social. Porque al dejar de ser pobre, pareciera que lo único que vale es lo propio, lo individual, me dice Merche, crispada. Le daba bronca que ninguno de los varones reaccionara, y al final no se aguantó y dijo:
–Pero che, ¡la pucha! El Padre Daniel no estaría contento de cómo estás hablando de Haydée. ¿Aunque sea le diste un billete?
– ¡Qué billete ni billete! ¡De eso se tiene que ocupar el gobierno! –le respondió Miguel Ángel. –Lo tiene que solucionar el gobierno, insistió.
–Bueno –dijo Merche– a lo mejor Haydée y las criaturitas comían ese día.
Y el aire se cortaba con un cuchillo, me cuenta Merche. Por eso después le pidió disculpas a la dueña de casa, la esposa del Chapy.  



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