La primera vez que conversé con
Charly Olivero, en agosto del 2013, le pregunté si creía en Dios. Cenábamos
pescado con ensalada. Quise ofrecerle comida sana después de que la persona que
me lo había presentado me dijera que comía mucha harina; mateaba en cada lugar
que visitaba y le convidaban pan o factura. Podría ser elemental que un
sacerdote católico tenga fe en la existencia Dios, el dios cristiano. Pero en
un cura villero, lo obvio no parece la conexión espiritual con una deidad que
se halaba, ruega o agradece, sino su entrega a los pobres urbanos.
Me respondió: y si no, qué.
Miró su plato de la comida que yo
le había cocinado y permaneció en silencio, como profundizando él mismo en la
realidad humana a la que refería, ya fuese personal o aquella con la que
convivía a diario.
Qué sentido tiene todo, agregó
después.
Su respuesta repiqueteó en mi
mente durante el año y medio que duró la investigación que me encomendó sobre
la historia de la villa 21/24, de Barracas, en la que él vive y trabaja. Inclusive,
durante algunos meses, ensayé creer en su Dios, el mismo que venera mi familia
de origen. Pero solo encontré el idéntico silencio e idéntica soledad de mis
anteriores intentos, y, al igual que las otras veces, al poco tiempo sentí caer
libre en el vacío.
El 22 de diciembre por la noche del
año pasado lo acompañé a repartir comida a las ranchadas de paco de la villa.
Ese día me había encontrado con él en el Ministerio de Bienestar Social de la
ciudad y después había entrevistado a Papito y a Oscar el viejo, protagonistas
del vasto programa de recuperación del paco que inició Pepe di Paola. Salimos
en una trafic sin asientos salvo los delanteros, y atrás íbamos Papito, yo y
una olla de un metro de ancho por uno y medio de alto repleta de un guiso caliente
y con olor delicioso, a hogar. Otro grupo había salido a recorrer a pie las
ranchadas de Zavaleta con la otra olla en una carretilla.
Apenas salimos vi una nena de no
más de diez años, vestida en vaqueros y musculosa blanca, encendiéndose una
pipa de paco. Estaba parada solita delante de un edificio sobre la avenida
Iriarte.
La primera ranchada a la que
llegamos tenía un carromato de cartoneros y al lado, en el suelo, había cuatro
chicos recostados contra la pared. Papito los llamó, ¿quieren comé? Hay guiso.
Uno se levantó con apatía y se acercó a las puertas traseras, abiertas, de la
trafic. Estaba vestido en harapos sucios, tenía los ojos secos y tan poca
fuerza en las manos, que se le cayó la bandeja de plástico repleta de comida al
piso. Serví guiso en las bandejitas de plástico que Papito les entregó a los
otros chicos de esa ranchada; tres muertos vivos. Uno de ellos tosía sin parar
y Charly dijo que por la tuberculosis.
Papito indicaba cuando Charly
debía detener la trafic. Como un baqueano, conocía los lugares en las calles o
pasillos donde los adictos acampan. Casi en todas las oportunidades, los
llamaba por sus nombres y después agregaba, amigo o amiga. Las mujeres parecían
adolescentes viejas; la piel de la cara marchita, el cuerpo escuálido, la ropa mugrienta,
y el pelo, una maraña reseca. Tampoco era posible distinguir la edad de los
varones; espectros sucios.
La tráfic se metió por una calle
de barro que se enangostó tanto que podía pasar un solo auto casi raspando las
paredes a ambos lados. Nos detuvimos donde la calle murió, al lado de un
descampado de treinta metros cuadrados que tenía una cabina de la prefectura.
Esa ranchada estaba pegada a la cabina, y fue la única vez en toda la noche que
sentí miedo.
Un patrullero de la policía
federal y otro de la Metropolitana recorrían la calle Iriarte, pavimentada, el
límite norte de la villa 21. La trafic avanzaba despacio y, en una sola cuadra,
vimos a cuatro personas acercarse a comprar a las ventanas enrejadas de dos
almacenes, sólo que no se iban con provisiones para la cena de esa noche, sino
con una dosis de paco, en bolsita transparente. Sucedía delante de los ojos de
los vigilantes: la prefectura, la federal y la metropolitana, como si los rati
estuviesen ahí para que esas ventas se dieran en seguridad. Tres cuadras más
adelante empezamos a ver mutilados. También vestidos en harapos, pero les
faltaba una pierna y caminaban con muletas, o las dos piernas y se desplazaban
por la calle en silla de ruedas. Papito me explicó que una persona que consume
paco puede estar de gira dos semanas y roba para consumir. Y si está manija y
aprieta a los que están comprando paco, los transas le pegan un tiro o dos
tiros en el pie al ladrón para aplicarle mafia y aprenda que no se le chorea a
los clientes. A los que les faltan las dos piernas es que les pasó dos veces,
me aclaró Papito.
Mientras tanto pensaba en la
primera charla con Charly y en su fe en Dios y si no qué y no sentí la ausencia
de Dios sino la vista gorda de los porteños: el estado, los gobernantes, la
oposición y la comunidad en general, indolentes a esta tragedia, resultado de
la marginación absoluta, a una hora a pie del propio Congreso de la Nación.
Si el cristianismo hizo triunfar
el suplicio sobre el gozo pagano, estos curas villeros, desde el cristianismo,
hacen lo contrario: luchan la batalla que nadie lidia, contra el suplicio de
los despojos del capitalismo: los pobres urbanos, aquellos que, sin nada que
perder, se desarraigaron de sus
lugares de origen para probar suerte en una ciudad, donde con unos palos
y unos trapos se arma una vivienda que no paga alquiler y se sobrevive ganando
unos pesos en negro.
Lo más interesante de mi
investigación fue encontrar que lo que hacen estos curas villeros desde que
Bergoglio celebró el trabajo con niños de Pepe di Paola y empezó a apoyarlo
desde el Arzobispado de Buenos Aires, no es la clásica caridad católica, culposa.
No reparten la limosna que les sobra a los ricos. Ellos les buscan, a cada uno,
un lugar en el mismo sistema que los expulsó: organizan centros barriales de
ayuda mutua en lo laboral, educativo, recreativo; para niños, adolescentes,
adultos. Llegan hasta donde no llega nadie. Dan el apoyo y la ayuda integral
que urgen. Porque el paco es el síntoma del mal de nuestra sociedad: una
persona que cae en el paco, el fondo de olla de la cocaína, no tiene una vida
por delante. Los curas villeros los van a buscar a las ranchadas donde se están
muriendo de HIV, de hambre o de tuberculosis, y los llevan al Muñiz para que se
curen. Los asisten para conseguir el DNI del que seguramente carezcan. Los
acompañan en el hospital porque saben que la adicción los hará fugarse a
consumir. Para consumir, roban. Entonces los visitan en las cárceles. En todo
el itinerario del adicto, les ofrecen contención, sentido de dignidad como
personas, y afecto. Les dan un lugar en sus centros de recuperación, que comienzan
en granjas y luego pasan a casas amigables. Si consiguen rehabilitarlos, les
consiguen un trabajo, el eje de esta atroz carencia de la que son víctimas.
“El trabajo nos hace ascender como personas,
mientras que la falta de trabajo nos incita a la violencia,
a la droga, a la delincuencia”.
Pocho Lepratti.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
charlemos por acá