martes, 27 de enero de 2015

Dios de la villa 21/24 de Barracas


La primera vez que conversé con Charly Olivero, en agosto del 2013, le pregunté si creía en Dios. Cenábamos pescado con ensalada. Quise ofrecerle comida sana después de que la persona que me lo había presentado me dijera que comía mucha harina; mateaba en cada lugar que visitaba y le convidaban pan o factura. Podría ser elemental que un sacerdote católico tenga fe en la existencia Dios, el dios cristiano. Pero en un cura villero, lo obvio no parece la conexión espiritual con una deidad que se halaba, ruega o agradece, sino su entrega a los pobres urbanos.
Me respondió: y si no, qué.
Miró su plato de la comida que yo le había cocinado y permaneció en silencio, como profundizando él mismo en la realidad humana a la que refería, ya fuese personal o aquella con la que convivía a diario.
Qué sentido tiene todo, agregó después.
Su respuesta repiqueteó en mi mente durante el año y medio que duró la investigación que me encomendó sobre la historia de la villa 21/24, de Barracas, en la que él vive y trabaja. Inclusive, durante algunos meses, ensayé creer en su Dios, el mismo que venera mi familia de origen. Pero solo encontré el idéntico silencio e idéntica soledad de mis anteriores intentos, y, al igual que las otras veces, al poco tiempo sentí caer libre en el vacío.
El 22 de diciembre por la noche del año pasado lo acompañé a repartir comida a las ranchadas de paco de la villa. Ese día me había encontrado con él en el Ministerio de Bienestar Social de la ciudad y después había entrevistado a Papito y a Oscar el viejo, protagonistas del vasto programa de recuperación del paco que inició Pepe di Paola. Salimos en una trafic sin asientos salvo los delanteros, y atrás íbamos Papito, yo y una olla de un metro de ancho por uno y medio de alto repleta de un guiso caliente y con olor delicioso, a hogar. Otro grupo había salido a recorrer a pie las ranchadas de Zavaleta con la otra olla en una carretilla.
Apenas salimos vi una nena de no más de diez años, vestida en vaqueros y musculosa blanca, encendiéndose una pipa de paco. Estaba parada solita delante de un edificio sobre la avenida Iriarte.
La primera ranchada a la que llegamos tenía un carromato de cartoneros y al lado, en el suelo, había cuatro chicos recostados contra la pared. Papito los llamó, ¿quieren comé? Hay guiso. Uno se levantó con apatía y se acercó a las puertas traseras, abiertas, de la trafic. Estaba vestido en harapos sucios, tenía los ojos secos y tan poca fuerza en las manos, que se le cayó la bandeja de plástico repleta de comida al piso. Serví guiso en las bandejitas de plástico que Papito les entregó a los otros chicos de esa ranchada; tres muertos vivos. Uno de ellos tosía sin parar y Charly dijo que por la tuberculosis.
Papito indicaba cuando Charly debía detener la trafic. Como un baqueano, conocía los lugares en las calles o pasillos donde los adictos acampan. Casi en todas las oportunidades, los llamaba por sus nombres y después agregaba, amigo o amiga. Las mujeres parecían adolescentes viejas; la piel de la cara marchita, el cuerpo escuálido, la ropa mugrienta, y el pelo, una maraña reseca. Tampoco era posible distinguir la edad de los varones; espectros sucios.
La tráfic se metió por una calle de barro que se enangostó tanto que podía pasar un solo auto casi raspando las paredes a ambos lados. Nos detuvimos donde la calle murió, al lado de un descampado de treinta metros cuadrados que tenía una cabina de la prefectura. Esa ranchada estaba pegada a la cabina, y fue la única vez en toda la noche que sentí miedo.
Un patrullero de la policía federal y otro de la Metropolitana recorrían la calle Iriarte, pavimentada, el límite norte de la villa 21. La trafic avanzaba despacio y, en una sola cuadra, vimos a cuatro personas acercarse a comprar a las ventanas enrejadas de dos almacenes, sólo que no se iban con provisiones para la cena de esa noche, sino con una dosis de paco, en bolsita transparente. Sucedía delante de los ojos de los vigilantes: la prefectura, la federal y la metropolitana, como si los rati estuviesen ahí para que esas ventas se dieran en seguridad. Tres cuadras más adelante empezamos a ver mutilados. También vestidos en harapos, pero les faltaba una pierna y caminaban con muletas, o las dos piernas y se desplazaban por la calle en silla de ruedas. Papito me explicó que una persona que consume paco puede estar de gira dos semanas y roba para consumir. Y si está manija y aprieta a los que están comprando paco, los transas le pegan un tiro o dos tiros en el pie al ladrón para aplicarle mafia y aprenda que no se le chorea a los clientes. A los que les faltan las dos piernas es que les pasó dos veces, me aclaró Papito.
Mientras tanto pensaba en la primera charla con Charly y en su fe en Dios y si no qué y no sentí la ausencia de Dios sino la vista gorda de los porteños: el estado, los gobernantes, la oposición y la comunidad en general, indolentes a esta tragedia, resultado de la marginación absoluta, a una hora a pie del propio Congreso de la Nación.
Si el cristianismo hizo triunfar el suplicio sobre el gozo pagano, estos curas villeros, desde el cristianismo, hacen lo contrario: luchan la batalla que nadie lidia, contra el suplicio de los despojos del capitalismo: los pobres urbanos, aquellos que, sin nada que perder, se desarraigaron de sus  lugares de origen para probar suerte en una ciudad, donde con unos palos y unos trapos se arma una vivienda que no paga alquiler y se sobrevive ganando unos pesos en negro.
Lo más interesante de mi investigación fue encontrar que lo que hacen estos curas villeros desde que Bergoglio celebró el trabajo con niños de Pepe di Paola y empezó a apoyarlo desde el Arzobispado de Buenos Aires, no es la clásica caridad católica, culposa. No reparten la limosna que les sobra a los ricos. Ellos les buscan, a cada uno, un lugar en el mismo sistema que los expulsó: organizan centros barriales de ayuda mutua en lo laboral, educativo, recreativo; para niños, adolescentes, adultos. Llegan hasta donde no llega nadie. Dan el apoyo y la ayuda integral que urgen. Porque el paco es el síntoma del mal de nuestra sociedad: una persona que cae en el paco, el fondo de olla de la cocaína, no tiene una vida por delante. Los curas villeros los van a buscar a las ranchadas donde se están muriendo de HIV, de hambre o de tuberculosis, y los llevan al Muñiz para que se curen. Los asisten para conseguir el DNI del que seguramente carezcan. Los acompañan en el hospital porque saben que la adicción los hará fugarse a consumir. Para consumir, roban. Entonces los visitan en las cárceles. En todo el itinerario del adicto, les ofrecen contención, sentido de dignidad como personas, y afecto. Les dan un lugar en sus centros de recuperación, que comienzan en granjas y luego pasan a casas amigables. Si consiguen rehabilitarlos, les consiguen un trabajo, el eje de esta atroz carencia de la que son víctimas.   
“El trabajo nos hace ascender como personas,
mientras que la falta de trabajo nos incita a la violencia,
a la droga, a la delincuencia”.

Pocho Lepratti.

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