Intertextualidad en el Martín Fierro, de José Hernández,
“El Fin” de Borges y “Aballay” de Antonio di Benedetto.
Hasta que fue
reclutado tuvo que irse al fortín, Martín Fierro vivía con su mujer y sus dos
hijos y trabajaba en la pampa. Al regresar, su rancho está abandonado y su
mujer y sus hijos, perdidos. Desde entonces, su vida es un extenso espacio sin
salida. Así lo retrata José Hernández, que no cae en la visión romántica de su época,
decimonónica, condenatoria de la barbarie en oposición a la civilización. En la
Ida del poema, el protagonista cae víctima
de la desesperación. Borracho, mata al moreno en el canto VII y a partir de ahí
es un fugitivo, vive perseguido, prisionero de sus muertes. Su autor, José Hérnandez,
en la Ida del poema fue un adelantado a su época, porque condena la situación
en la que vivían los gauchos. Sin embargo ya en la vuelta cambia el perfil
ideológico y aconseja al gaucho a adaptarse a la civilización, al sistema.
La vanguardia
argentina de los años veinte del siglo pasado, detrás de Lugones, se propuso la
fundación mítica de la nacionalidad con ese poema. El gaucho ya no existía, ya
no comprometía a nadie en términos sociopolíticos y el Martín Fierro podía postularse como símbolo de una identidad
amenazada por la inmigración. Paradójicamente, los inmigrantes anarquistas
también tuvieron a Fierro por héroe, porque él era modelo de la insurgencia
social.
Borges no
permaneció afuera del tema de su época y escribió numerosos ensayos y poemas sobre
gauchos, cuchilleros y malevos; pero también se encargó de señalar muchas veces
que Martín Fierro no era un hombre virtuoso. Era un prófugo, un provocador de
duelos sin motivo, que huye de la justicia y se esconde en las tolderías de los
indios. Borges dirigía su atención en el hecho que, a pesar de haber matado sin
razón suficiente u ofendido por fanfarronada o de puro borracho, la elite
criolla se las arregló para hacer de él una figura nacional. Era la razón por
la que quién escribiera en la Argentina en la primera mitad del siglo XX, no
podía eludir el mito gaucho, sea para rechazarlo o para adoptarlo.
Según Harold
Bloom, con la intertextualidad, un poeta “completa” antitéticamente a su
precursor, (hipotexto), leyendo el poema padre (hipertexto) de modo tal que se
retienen sus términos pero se los hace significar de modo diferente, como si el
precursor no hubiera podido ir lo suficientemente lejos.[1]
En este caso en particular, Borges infiltró una de sus propias obsesiones, la
del destino, en el mismo poema del Martín
Fierro, con su cuento “El Fin”. “El fin”, publicado en 1944, presenta la
muerte, en duelo, del propio Martín Fierro, protagonista del
poema-mito-nacional de su época.
Lo que está
implícito en el Martín Fierro, lo desentraña “El Fin”. El cuento vendría a ser
como un canto agregado a la II parte, cuando después de la payada entre Fierro
y el hermano del moreno (canto XXX de la vuelta), le predice que va a volver:
yo no sé lo que vendrá
Tampoco soy adivino
Pero firme en mi camino
Hasta el fin he
de seguir
Todos tienen que cumplir
Con la ley de su destino.
En el último
canto del poema de Hernández, Fierro se aparta de sus hijos y del hijo de Cruz
después de haber intercambiado las historias de sus vidas. Ya antes había
presentado un alegato arrepentido y moralizante, a pesar de que en la payada en
la que ha vencido al moreno, había insultado, sin razón, al gaucho de origen
negro al que había dado muerte. El
muerto y el vencido en la payada son hermanos. Permanece una deuda de sangre
que no sucede en el poema de Hernández.
El cuento es el
encuentro con el destino inexorable, según el modo de ver el mundo y la vida
humana de Borges. Él imaginó la historia a partir de ese punto, el que Hernández
no escribió. Martín Fierro va al encuentro de su destino, o, en códigos
gauchescos, va al encuentro de una muerte decente: en duelo, porque él ya es un
viejo. Mientras que el moreno lo ha estado esperado siete años, porque no peleó
con Fierro cuando se encontraron en la payada por no hacerlo delante de sus
hijos, como algo que debía suceder irremediablemente, como la moira de los griegos, y porque sabe que
Fierro va a pagar su deuda.
El moreno y
Fierro son cuchilleros por designio del destino, y con resignación. Lejos del
paradigma nacional, el Fierro de Borges es un hombre calmo, con códigos
gauchescos, que no quiere encontrar en sus hijos una repetición de sus actos.
Acaso por esa razón le diera buenos consejos a sus hijos, de modo que la nueva
generación no se les pareciera. El moreno tiene el destino de vengar la muerte
de su hermano, y, una vez cumplido su destino, se queda sin objetivo en la
tierra y convertido en asesino. Al cumplir su asignación de justiciero, no es
nadie, o mejor dicho es otro, (su victoria sería su derrota), es Martín Fierro
que cargaba con la muerte de alguien; por lo tanto libera a Fierro de su trampa
para encerrarse en ella. Borges, entonces, reescribe el Martín Fierro agregando
un episodio decisivo: el de la muerte del personaje, el más famoso de la
literatura argentina. Y no es una muerte cualquiera, porque Fierro es derrotado
por alguien que no había podido derrotarlo en el poema de Hernández: un moreno,
un hombre de la raza que Fierro había insultado.
Ahora bien… ¿hacerlo
con el mismísimo Borges?
Aballay
significa “que no tiene miedo a nada y se enfrenta a los retos con valentía.
Quizás sea la razón por la que Antonio di Benedetto, mientras estuvo preso
durante la última dictadura, sin sus anteojos, y luego de varios simulacros de
fusilamiento, eligiera ese nombre para su gaucho, protagonista del cuento “Aballay”,
hipertexto de ambas obras literarias, utilizando una lupa para que no fuese
interceptado por sus carceleros.
El gaucho
Aballay es todo lo contrario de aquel que mitificó la elite criolla del primer
tercio del siglo XX; es la encarnación del remordimiento. El punto de partida
del cuento de di Benedetto es un duelo, anterior al tiempo de la historia, en
el que Aballay ha asesinado a un hombre y guarda en la memoria la mirada
acusadora de su hijo. Un predicador en la pampa hace referencia al ascetismo libertador
de los estilitas antiguos, y decide, para expiar su culpa, en vez de subirse a
una pilastra, como ellos hacían en la antigüedad, según el cura, subirse para
siempre a su caballo porque él es un gaucho. Un gaucho que ha causado la muerte
en un duelo, como Martín Fierro, pero un gaucho expiatorio, torturado por la
culpa. Si Borges decía que el antepasado colectivo del argentino era un
asesino, (Martín Fierro) Aballay es un Martín Fierro culposo, uno leído por
Borges, que va hacia la redención.
En un momento de la
historia, huyendo de las patrullas de los soldados en la conquista del
territorio de los indígenas, por un malentendido, Aballay es tomado por un
santo, uno popular de las pampas y empieza a ser reconocido en los relatos de
los demás. Él no rehúsa ese papel creado por la imaginación popular sino que se
adapta, hasta que el hijo del muerto, aquel de cuya imagen acusatoria él huye, ya
convertido en hombre, le sale al encuentro y lo desafía a un duelo paralelo al
preliminar. En la versión de Di Benedetto, el duelo no produce, como en el de
Borges, una repetición de destinos. Harold Bloom diría que este sería el
momento en que el autor hipertextualista, ahora di Benedetto, retiene los
términos de Borges pero los resignifica, para ir más lejos que su precursor. En
la versión de di Benedetto, el hijo que mata no se convierte en un nuevo
culpable, sino que Aballay, sin quererlo, termina su recorrido de expiación
recibiendo una herida mortal en el momento en que decide bajar del caballo para
socorrer al hombre agonizante y mueren los dos. La culpa, que tanta mala prensa
tiene, habría cerrado el círculo vicioso de asesinatos por venganzas. Un gaucho
cargado de remordimientos y santo en la mirada de los otros, lo habría hecho
posible.
¿Habría allí una
visión optimista en nuestra identidad de argentinos?
Fernando Spiner
realizó una película sobre Aballay, una western gauchesca desde la perspectiva
del hijo. Buena, pero se perdió todo lo dicho anteriormente:
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