jueves, 11 de septiembre de 2014

INTERTEXTUALIDAD: MARTIN FIERRO, EL FIN Y ABALLAY

Intertextualidad en el Martín Fierro, de José Hernández, “El Fin” de Borges y “Aballay” de Antonio di Benedetto.


Hasta que fue reclutado tuvo que irse al fortín, Martín Fierro vivía con su mujer y sus dos hijos y trabajaba en la pampa. Al regresar, su rancho está abandonado y su mujer y sus hijos, perdidos. Desde entonces, su vida es un extenso espacio sin salida. Así lo retrata José Hernández, que no cae en la visión romántica de su época, decimonónica, condenatoria de la barbarie en oposición a la civilización. En la Ida del poema, el protagonista cae víctima de la desesperación. Borracho, mata al moreno en el canto VII y a partir de ahí es un fugitivo, vive perseguido, prisionero de sus muertes. Su autor, José Hérnandez, en la Ida del poema fue un adelantado a su época, porque condena la situación en la que vivían los gauchos. Sin embargo ya en la vuelta cambia el perfil ideológico y aconseja al gaucho a adaptarse a la civilización, al sistema.
La vanguardia argentina de los años veinte del siglo pasado, detrás de Lugones, se propuso la fundación mítica de la nacionalidad con ese poema. El gaucho ya no existía, ya no comprometía a nadie en términos sociopolíticos y el Martín Fierro podía postularse como símbolo de una identidad amenazada por la inmigración. Paradójicamente, los inmigrantes anarquistas también tuvieron a Fierro por héroe, porque él era modelo de la insurgencia social.
Borges no permaneció afuera del tema de su época y escribió numerosos ensayos y poemas sobre gauchos, cuchilleros y malevos; pero también se encargó de señalar muchas veces que Martín Fierro no era un hombre virtuoso. Era un prófugo, un provocador de duelos sin motivo, que huye de la justicia y se esconde en las tolderías de los indios. Borges dirigía su atención en el hecho que, a pesar de haber matado sin razón suficiente u ofendido por fanfarronada o de puro borracho, la elite criolla se las arregló para hacer de él una figura nacional. Era la razón por la que quién escribiera en la Argentina en la primera mitad del siglo XX, no podía eludir el mito gaucho, sea para rechazarlo o para adoptarlo.
Según Harold Bloom, con la intertextualidad, un poeta “completa” antitéticamente a su precursor, (hipotexto), leyendo el poema padre (hipertexto) de modo tal que se retienen sus términos pero se los hace significar de modo diferente, como si el precursor no hubiera podido ir lo suficientemente lejos.[1] En este caso en particular, Borges infiltró una de sus propias obsesiones, la del destino, en el mismo poema del Martín Fierro, con su cuento “El Fin”. “El fin”, publicado en 1944, presenta la muerte, en duelo, del propio Martín Fierro, protagonista del poema-mito-nacional de su época.
Lo que está implícito en el Martín Fierro, lo desentraña “El Fin”. El cuento vendría a ser como un canto agregado a la II parte, cuando después de la payada entre Fierro y el hermano del moreno (canto XXX de la vuelta), le predice que va a volver:
yo no sé lo que vendrá
Tampoco soy adivino
Pero firme en mi camino
Hasta el fin he de seguir
Todos tienen que cumplir
Con la ley de su destino.
En el último canto del poema de Hernández, Fierro se aparta de sus hijos y del hijo de Cruz después de haber intercambiado las historias de sus vidas. Ya antes había presentado un alegato arrepentido y moralizante, a pesar de que en la payada en la que ha vencido al moreno, había insultado, sin razón, al gaucho de origen negro al que había dado muerte.  El muerto y el vencido en la payada son hermanos. Permanece una deuda de sangre que no sucede en el poema de Hernández.
El cuento es el encuentro con el destino inexorable, según el modo de ver el mundo y la vida humana de Borges. Él imaginó la historia a partir de ese punto, el que Hernández no escribió. Martín Fierro va al encuentro de su destino, o, en códigos gauchescos, va al encuentro de una muerte decente: en duelo, porque él ya es un viejo. Mientras que el moreno lo ha estado esperado siete años, porque no peleó con Fierro cuando se encontraron en la payada por no hacerlo delante de sus hijos, como algo que debía suceder irremediablemente, como la moira de los griegos, y porque sabe que Fierro va a pagar su deuda.
El moreno y Fierro son cuchilleros por designio del destino, y con resignación. Lejos del paradigma nacional, el Fierro de Borges es un hombre calmo, con códigos gauchescos, que no quiere encontrar en sus hijos una repetición de sus actos. Acaso por esa razón le diera buenos consejos a sus hijos, de modo que la nueva generación no se les pareciera. El moreno tiene el destino de vengar la muerte de su hermano, y, una vez cumplido su destino, se queda sin objetivo en la tierra y convertido en asesino. Al cumplir su asignación de justiciero, no es nadie, o mejor dicho es otro, (su victoria sería su derrota), es Martín Fierro que cargaba con la muerte de alguien; por lo tanto libera a Fierro de su trampa para encerrarse en ella. Borges, entonces, reescribe el Martín Fierro agregando un episodio decisivo: el de la muerte del personaje, el más famoso de la literatura argentina. Y no es una muerte cualquiera, porque Fierro es derrotado por alguien que no había podido derrotarlo en el poema de Hernández: un moreno, un hombre de la raza que Fierro había insultado.
Ahora bien… ¿hacerlo con el mismísimo Borges?
Aballay significa “que no tiene miedo a nada y se enfrenta a los retos con valentía. Quizás sea la razón por la que Antonio di Benedetto, mientras estuvo preso durante la última dictadura, sin sus anteojos, y luego de varios simulacros de fusilamiento, eligiera ese nombre para su gaucho, protagonista del cuento “Aballay”, hipertexto de ambas obras literarias, utilizando una lupa para que no fuese interceptado por sus carceleros.
El gaucho Aballay es todo lo contrario de aquel que mitificó la elite criolla del primer tercio del siglo XX; es la encarnación del remordimiento. El punto de partida del cuento de di Benedetto es un duelo, anterior al tiempo de la historia, en el que Aballay ha asesinado a un hombre y guarda en la memoria la mirada acusadora de su hijo. Un predicador en la pampa hace referencia al ascetismo libertador de los estilitas antiguos, y decide, para expiar su culpa, en vez de subirse a una pilastra, como ellos hacían en la antigüedad, según el cura, subirse para siempre a su caballo porque él es un gaucho. Un gaucho que ha causado la muerte en un duelo, como Martín Fierro, pero un gaucho expiatorio, torturado por la culpa. Si Borges decía que el antepasado colectivo del argentino era un asesino, (Martín Fierro) Aballay es un Martín Fierro culposo, uno leído por Borges, que va hacia la redención. 
En un momento de la historia, huyendo de las patrullas de los soldados en la conquista del territorio de los indígenas, por un malentendido, Aballay es tomado por un santo, uno popular de las pampas y empieza a ser reconocido en los relatos de los demás. Él no rehúsa ese papel creado por la imaginación popular sino que se adapta, hasta que el hijo del muerto, aquel de cuya imagen acusatoria él huye, ya convertido en hombre, le sale al encuentro y lo desafía a un duelo paralelo al preliminar. En la versión de Di Benedetto, el duelo no produce, como en el de Borges, una repetición de destinos. Harold Bloom diría que este sería el momento en que el autor hipertextualista, ahora di Benedetto, retiene los términos de Borges pero los resignifica, para ir más lejos que su precursor. En la versión de di Benedetto, el hijo que mata no se convierte en un nuevo culpable, sino que Aballay, sin quererlo, termina su recorrido de expiación recibiendo una herida mortal en el momento en que decide bajar del caballo para socorrer al hombre agonizante y mueren los dos. La culpa, que tanta mala prensa tiene, habría cerrado el círculo vicioso de asesinatos por venganzas. Un gaucho cargado de remordimientos y santo en la mirada de los otros, lo habría hecho posible.
¿Habría allí una visión optimista en nuestra identidad de argentinos?


Fernando Spiner realizó una película sobre Aballay, una western gauchesca desde la perspectiva del hijo. Buena, pero se perdió todo lo dicho anteriormente:

Dedicado a Armando Ramón Braun, fanático de los tres textos e inspirador de la escritura de este.









[1] Bloom, Harold; The Anxiety of Influence,

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