-Ya había venido antes a este edificio -dijo
Roca apenas le abrí la puerta- Vine a lo de Andrade. Después me saludó y sonrió
apretando la mandíbula. La cara bordó. Siempre le había notado un color muy
rojo en la cara. Y áspera, como de intemperie. Roca es un hombre de campo de
esos de antes que circulan por Buenos Aires con boina y alpargatas de
carpincho. Sabía que su campo queda en el norte del país y que hace un año y
medio vino a la capital para que los hijos empezaran la universidad. Me miraba
y parpadeaba, como esperando algo de mí, pero no supe qué. Cerraba los puños y
torcía el cuello y sólo atiné a decir pasá, pasá. Caminó hacia la ventana con
las manos detrás de la espalda. El cielo oscurecía veloz y entraba una luz
opaca y lúgubre, así que me apuré en pisar el botón que enciende la lámpara. Roca
miraba hacia fuera en silencio, retorcía los puños detrás de la espalda. Yo
dije voy a cebar mate, ¿te parece? Enseguida vengo.
Cuando volvía con el termo y el mate,
oí:
-¿Conocés a los Andrade?
Los del quinto. Recordaba al hombre; uno
bajito y delgado, la cabeza hundida en el pecho, parecía sin cuello. Tímido o herido.
Hola y buen día como pidiendo disculpas cada vez que compartimos ascensor. Recordé
una reunión de consorcio en la que se discutía una expensa extraordinaria para
rehacer la azotea. El señor Andrade parecía absolutamente indiferente. Me había
preguntado si sería desgano o si sería fastidio lo que sentía frente a nuestro vigor
para defender o atacar la urgencia del nuevo enlosado de la terraza. Me había
llamado la atención no poder discernir su actitud. Siempre me atrajo el modo impasible
de algunas personas, como si su apatía hiciera patente la inutilidad de todo
esfuerzo, un levantar los hombros frente a la invención de prisas o exigencias.
-Yo
estuve de novio con Carlotita.
- ¿Carlotita?
-La
mujer de Andrade, que murió en el 2005.
Un año antes de que nosotros nos
mudáramos. No me había dado cuenta de que el señor impasible no tenía esposa. Qué
raro de mí. Voy armando historias a partir de cualquiera que se cruce en mi
camino, como si los otros pudieran aportar una interpretación de la vida que yo
no tengo. Pero no importo yo, ahora importa Roca y Carlotita.
Roca estaba casado y tenía unos cinco o
seis hijos. Una esposa de baja estatura y corazón gigante, flequillo, zapatos
chatos y pantalón de corderoy. Roca era un hombre alto, de espalda grande y
contextura sólida. Su ojos, de color celeste común, eran notoriamente melancólicos,
tal vez por las pestañas espesas, y, si te hundía la mirada, podía ser tan filosa y tenaz como una cuchilla. Gente de misa los domingos, los Roca, de sonreir beatíficamente, los
ojos brillando, y aludir al privilegio de la compañía del amigo Jesús en cada
párrafo de conversación. Gente que se te queda mirando un rato largo cuando te
saluda y te habla lento y preguntándote por vos como si les importaras de
veras. Y aún esa tarde de confidencia, de revelación, no perdió su semblante de
esperanza en la caridad humana. Tal vez sólo haya perdido la expresión de
confianza en la felicidad de la tierra prometida, post mortem, para los
bienaventurados pobres del vil dinero, de afecto o de ego.
Había comprado mate y facturas para la
reunión. Roca venía a proponerle a nuestro grupo de docentes que nos uniéramos a
una gente a la que recientemente se había sumado él y diérmos taller literario en
la villa de La Cava. Roca y nosotros nos habíamos conocido el año anterior en una
ONG. Roca era voluntario en la parte administrativa y había tratado de ordenar
las finanzas de la ONG, que se mantenía con donaciones que, -nos enteramos más
tarde-, no iban a parar al bien que proclamaban sino a las billeteras de los
mismos directivos. La ONG no tenía ninguna intención de que se percibiera lo
completamente corrupta que era y con un pretexto u otro terminaron empujando a
Roca afuera de las finanzas y de la ONG. Después consiguió voluntariarse en
otro trabajo comunitario sin ONG sino con unos curitas tan esperanzados
respecto a la caridad humana como él. Nosotros en el fondo sabíamos que no
íbamos a aceptar el ofrecimiento de Roca y sus curitas, aunque la ONG acabara
de cerrar nuestro taller culpa de haber
descubierto la roña. Pero reuniéndonos con él queríamos, acaso con morbo, constatar
con alguien de afuera de nuestro grupo, que fuese posible que una ONG que recibía
cantidad de prensa, pudiese ser la tétrica fachada de tan atroz mentira.
Ahora Roca dejó de mirar hacia el cielo
encapotado y oscuro, se dio vuelta y me miró a los ojos un rato largo, no de la
manera a la que me referí recién, interesado en mi bienestar, sino como
rogándome que me interesara en él.
-Pidió verme antes de morir, sabés.
- ¿Carlotita?
-Me llamaron al campo y me contaron que
estaba enferma y que había pedido verme.
Nos sentamos. Roca en el sofá, las
manos sobre las rodillas, yo en el sillón. Empecé a cebar mate. Oscurecía y la
luz de la lámpara de pie daba una sensación mustia, pero no me puse de pie a
encender otra luz porque, me parece, lo sentí como una especie de irrespetuosidad,
como encender la radio en un velorio. Roca tomó una medialuna de la bandeja sobre
la mesita y yo, quieta en el sillón, le pasé el mate.
-La petisa me dijo andá, cómo no vas a
ir. Esperamos al fin de semana y nos vinimos en el auto con los chicos. Son
once horas de viaje, sabés. Pero lo combinamos para que los chicos visitaran a
las abuelas y también para aprovechar y llevarlos al dentista. En Salta no hay
un dentista decente, ¿podés creer? Vine acá con la petisa. Andrade me puso una
cara de odio que no te cuento. Qué tipo más distinto a mí, me dije. Lo opuesto.
Yo un bohemio campechano. Él un financista triunfante. Lo que pasa es que
Carlota quedó muy mal cuando cortamos, viste. Y yo dos años después me casé con
la petisa y nunca más me acordé de ella. En aquella época yo le decía Carlota,
pero cuando me llamaron al campo dijeron Carlotita y después me enteré que así le
decía todo el mundo. Entré solo al cuarto de Carlotita. Andrade, indignado, me
dijo que así había pedido ella. ¿Te molesta?, le dije a la petisa. Ella me
dijo, no para nada, amor, andá, yo te espero acá.
Sonó el timbre del portero eléctrico.
Llegaban los chicos a la reunión. Oí sus risas jóvenes en la vereda y les abrí
la puerta de la calle. Demorarían unos cinco minutos en subir. Corrí al sillón.
Roca sonrió y suspiró.
-Cáncer de útero. Qué increíble que hoy
en día te puedas morir de eso. Que no lo descubran a tiempo y lo saquen. ¿Para
qué quiere un útero una mujer que ya tiene hijos?
- ¿Y qué te dijo?-, le pregunté, apurándolo
porque en minutos subirían los chicos y Roca interrumpiría la historia.
Sonrió de un modo pícaro que jamás le
había visto. Levantó los hombros y resopló.
- ¿No me vas a contar lo que te dijo
Carlotita?-, insistí.
Oí ruido
en la puerta, los chicos ya habían llegado. Traían la energía y el entusiasmo
de los veintipico de años. Se sacaron los abrigos, comentaron qué ricas las
facturas, el chileno quiso un té en vez de mate. Todo eso, hasta que volvimos a
acomodarnos, nos demoró un buen rato. Después Roca habló de los curitas y de la
huerta que está haciendo en La Cava, que llamó “villa de emergencia”. Su
trabajo y emoción sonó pulcro comparado con la podredumbre de la ONG en la que veníamos
de estar todos y de repente pareció como si ninguna de los dos contextos fuese real. No
podía ser que hubiese gente que usara los pobres para lucrar ni tampoco que
otra gente pensara que donar un miga y un rato de ilusión a alguno que otro le
garantizara al donante la gloria en una vida después de muerto. Todo ese tiempo
una parte de mi cabeza estaba ocupada con la imagen de Roca en el cuarto de la
moribunda, la puerta cerrada. Trataba de imaginar el saludo, lo que se dijeron
después. Nunca entendí el amor y este cuento tal vez propusiera una clave, a lo
mejor un testimonio.
No andaba el ascensor cuando Roca se iba,
apurado, a las ocho de la noche. Llevaba a la petisa al cine, que se había
tomado el tren. Iban a encontrarse a dos cuadras de Retiro. Lo acompañé a la
escalera y cuando nos estábamos despidiendo le rogué que me contara qué le
había dicho Carlotita. Se desprendió del aire fúnebre y soltó una carcajada mecánica
y mordaz que dijo, claramente, que el secreto sería sólo suyo porque sólo así
tenía valor.
-A los doce días llamaron al campo –dijo- Yo
ya estaba en la cama con un libro y oí el teléfono. Después vino la petisa
llorando y me dijo se murió Carlotita. Yo dije ah, apoyé el libro en la mesa de
luz y me fui a dormir. Dos o tres días más tarde le dije a la petisa ¿y vos por
qué llorabas si no la conocías a Carlota? Me dijo que de lástima, morirse tan
joven, tenía hijos, como yo.
-No lloraba de lástima -dije yo- Lloraba de
miedo de que algo así le podría pasar a ella.
Roca sonrió de una manera que me cuesta
definir, tal vez se burlaba de mí. Le ví los dientes de arriba solamente y
permaneció así, mirándome fijo hasta que di vuelta la cara y abrí la puerta del
ascensor.
dedicado a Flor Carbajal
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