Los que vivimos a la
vera del Riachuelo: crónica de la villa 21/24.
Inés Arteta,
Universidad del Salvador, Argentina, inesarteta@gmail.com
Resumen: Se presenta una crónica
de la Villa 21/24, ubicada en el sur de la ciudad de Buenos Aires, que abarca desde
la llegada de los primeros inmigrantes hasta la actualidad, amenazada por el
flagelo del paco.
La investigación y las conversaciones con sus
protagonistas entrañaron tres años de trabajo. Surgió encomendada por sus curas
“villeros”, quienes requerían que la historia de la comunidad quedara
registrada, convencidos de que esta particular villa, la más grande de la
ciudad y considerada una de las más peligrosas, tiene un especial ánimo de
lucha gracias a la religiosidad popular. Allí el arzobispo Bergoglio habría calado
el mensaje de su pontificado como Papa Francisco de Iglesia pobre para los
pobres y su exhortación a los “descartados” y excluidos a organizarse en
movimientos sociales.
Este trabajo pretende despegarse del registro
referencial, ser más audaz y enfocarse en el “suceso”: la religiosidad popular
como fuerza otorgadora de sentido de vida frente a la desesperanza de la
pobreza. Ella les aporta identidad, unión, fortaleza y
solidaridad. El
eje de la historia es considerar a la población villera como inmigrantes que
dejan sus zonas de origen para salir de la indigencia y llegan a una ciudad que
los rechaza, culpándolos de su miseria.
El
cronista pretende filtrar indignación frente al hecho de que los inmigrantes,
si bien son requeridos como mano de obra barata, han sido y son repulsados por
la población blanca de la ciudad. Este caso ilustra el modo como una comunidad
de inmigrantes sobrevive en una ciudad hostil que los excluye, apoyándose en la
religiosidad que les otorga apoyo, unión y sensación de identidad.
Palabras clave: Inmigrantes, exclusión, pobreza, ayuda
mutua, comunidad, religiosidad popular, identidad, movimientos populares.
Abstract: The nonfiction story of the 21/24 slum, in the south of the city of
Buenos Aires, begins with the arrival of the first immigrants and ends with
today’s scourge of “paco” (cocaine paste), the poor man’s drug.
The story was commissioned by the slum priests of
the neighborhood, who needed that the account of three generations of immigrants
not be lost, convinced that this particular community, in the most dangerous
slum of the city, has a special strength of resistance thanks to their popular
religiosity. Archbishop Bergoglio, who visited the neighborhood often, admired
this special strength and their communal organization. As Pope Francis, he
preaches a poor Church for the poor and exhorts the excluded and “socially
discarded”, to organize themselves in social movements, the way he saw this
community do.
The research and interviews of the principal
actors of the story took two years. The chronicler pretends to show indignation
at the way the immigrants are rejected by the white population of the city,
when they are real heroes. This case illustrates how a community of immigrants
survives in a hostile city that excludes them, by leaning on popular
religiosity, which gives them support, bond and sense of identity.
Key words: immigrants, social exclusion, poverty, mutual help, community, popular
religiosity, identity, popular movements.
Desde el momento en que
empecé el trabajo de investigación y entrevistas para escribir la historia de
la comunidad Caacupé, en la villa 21/24, mi más difícil encrucijada ha sido cómo se cuenta esta historia. Si bien me
resultaba claro que se trataría de una escritura híbrida, fusión de novela
tradicional con discurso-testimonio, debía encontrar el foco que alumbra el
suceso y organiza los hechos. Debía “construir” al cronista como testigo que da
fe de lo que ocurre, pero prioriza los acontecimientos a su manera. Frente a la
estigmatización de la que el villero es víctima, visto por la ciudad blanca de Buenos Aires como un invasor;
un sujeto despreciable, vago y peligroso, merecedor de su pobreza, o desde una
mirada romántica que los utiliza políticamente, me propuse mostrarlo como un inmigrante que dejó su lugar de origen para sobrevivir.
El espacio temporal de la historia es extenso y sus protagonistas son variados:
personas que vivieron su niñez y juventud en la villa y ahora lo hacen afuera y
consideran un mérito haber podido “salir”, personas que vivieron su niñez y
juventud en la villa y se enorgullecen de no haberla abandonado; curas villeros de las distintas
épocas, y referentes sociales. Las entrevistas me permiten contar la historia
desde las voces de los propios protagonistas, a modo de collage, intercalada,
brevemente, con la voz del cronista, un mero testigo. El hilo organizador de
las voces es la propia historia de lucha de la comunidad en una ciudad que los
estigmatiza y rechaza, desafío que es sostenido por la unión, identidad y
esperanza que les aporta la religiosidad popular.
El villero, sucesor del cabecita
negra, discriminado por su color, su supuesta ignorancia y facilidad con la
que es domesticado como masa electoral, es resistido por la Ciudad de Buenos
Aires a la que inmigró. Esa mirada, al igual que la que ve la pobreza de manera
romántica, la eleva como un valor y la utiliza políticamente, proceden de la
superioridad, del poder. Sin embargo, el villero
es un inmigrante que dejó el campo porque allá no tiene trabajo y llega sin
nada de las provincias del interior de la Argentina o de los países limítrofes a ofrecerse como mano de obra. El salario que consigue no le permite
pagar un alquiler. Ni la luz, el gas, o el impuesto municipal. En un terreno
fiscal desocupado en el que antes se habían instalado sus parientes o
conocidos, se construye él mismo un rancho con palos y cartón. En cuanto pueda,
remplazará el cartón por chapas y tablones de madera; y, acaso más tarde, las chapas por ladrillos. Estos barrios de viviendas autoconstruidas en terrenos tomados al
Estado, crecieron a medida que crecía la desocupación en sus zonas de origen y
fueron llamados villas miseria.
La villa 21/24, en el
barrio de Barracas, es un asentamiento de este tipo; el más grande y con más
población de la Ciudad de Buenos Aires. Las primeras familias se ubicaron en
los años cuarenta en tierras que en su mayoría habían pertenecido a los ferrocarriles,
que ya habían sido estatizados. Provenían de las provincias del interior del
país, sobre todo del norte. Buscaron trabajo como estibadores y luego en la
construcción y en el servicio doméstico. En los años sesenta empezaron a llegar
inmigrantes de los países limítrofes, en su mayoría de origen paraguayo.
En los años setenta no había agua, solo dos canillas comunitarias. No había cloacas, recolección de basura ni electricidad. El inmigrante
y su familia se alumbraban con velas y un farol a gas al que llamaban “sol de noche”. Al tiempo, entre los vecinos tomaron la luz de cables aéreos. Ellos mismos hicieron el pozo ciego y
trazaron las angostas calles para transitar entre las casillas. Esas calles o “pasillos” eran barriales en invierno y polvaredas en
verano y corrían zanjas entre algunas casas. Los chicos jugaban en
la calle y todos sabían el nombre de todos. Las casas se cerraban solo con una
tranquerita con gancho. Comía paloma frita. Frente al desarraigo, replicó las
tradiciones de sus pagos. Con un grupo levantó una capillita para la Virgen de los Milagros de Caacupé: la patrona morena del Paraguay. Rezarle le permitía sentirse unido con
otros como él; acompañado, y más cerca del pago.
El 23 de junio por la
noche festejaba “el San Juan”, la fiesta del fuego: arrojaba la pelota tatá, una pelota de trapo empapada de querosén, bola
en llamas que circulaba entre la gente que la pateaba para
alejarla, como quien espanta el mal. Pasaba descalzo sobre cinco metros de
brasas, en el tatá ári jehasa, para desafiar al peligro cuidado por la fe. Se colocaba un casco
en forma de cabeza de toro, el toro candil, con un mechón de estopa encendido
como cuernos en llamas, mientras el resto de la gente huía de su embestida.
Quemaba al Judas kái, un muñeco del traidor. La religiosidad popular, que
pertenece a la cultura rural, le confiere al inmigrante consuelo frente al
dolor, identidad frente al desarraigo, y vida comunitaria.
Eran tiempos de
efervescencia en la Iglesia Católica del Concilio Vaticano II, la Teoría de
Liberación y la opción preferencial por los pobres. En Argentina, por más que
cada una de las “villas miseria” caía dentro de los límites jurisdiccionales de
una parroquia, era enorme la distancia psicológica y cultural de sus habitantes
y no acostumbraban a “salir” de la villas para ir a la parroquia. Sin embargo,
los curas que empezaron a “entrar” en ellas, descubrieron que allí existía una
fuerte sensibilidad religiosa. Estos curas, movidos por el mismo deseo de
acercarse a los pobres, empezaron a reunirse quincenalmente para reflexionar,
apoyarse mutuamente, y conformaron un equipo. El Arzobispo Coadjutor, Monseñor
Juan Carlos Aramburu les otorgó en 1969 la misión de estar presentes en el
mundo trabajador y pobre, compartiendo su suerte, considerando que en las
villas se necesitaba un trabajo especialmente adaptado a la vida en ellas. Eran
“sacerdotes obreros” que estaban autorizados a vivir del trabajo de sus manos.
Pronto abrieron los ojos a la riqueza de la religiosidad propia del pueblo que
latía en las villas y se propusieron adaptar su trabajo pastoral a ella. La
mayoría de los sacerdotes del equipo vivía dentro de su villa, en condiciones
similares a las de sus vecinos. Su labor se desarrollaba en tres planos: el
religioso, el asistencial y el “revolucionario”. Este último era luchar contra
la injusticia y buscar cambios sociales.
El primer cura villero de la villa 21/24 es el
padre Daniel de la Sierra; español, claretiano, tercermundista y sociólogo.
Llegó en bicicleta, cuando el grupo de paraguayos ya había levantado un metro
de pared de la capilla. Empezó a acompañar en su lucha a la comunidad de
inmigrantes paraguayos ahí instalados. Su trabajo, al igual que el de otros curas villeros de entonces, además de pastoral, fue de apoyo en
sus necesidades de infraestructura y de concientización política.
Como los pobres eran peronistas, aquellos
sacerdotes se comprometieron con esa opción política. Con la expulsión del gobierno peronista se terminó la esperanza de los pobres. El régimen
militar se decidió a erradicar las villas,
extirparlas de la ciudad. El trabajo de Daniel de la Sierra debió
concentrarse en la ayuda a los inmigrantes del barrio a pelear contra los
desalojos forzados. Enfrentó al gobierno municipal con el Equipo de curas para
las villas en los medios de comunicación, y, en el mismo barrio, instando a la
gente para que no dejara su casilla. Para frenar las topadoras, de la Sierra se
paraba delante de ellas con los brazos extendidos. Sabía que a los inmigrantes
a los que trepaban a un camión, los llevaban del otro lado de la General Paz;
en otros asentamientos precarios o a la Quiaca a los bolivianos y del otro lado
de la frontera a los paraguayos. De la Sierra entendía que con ello solamente
trasladaban la pobreza fuera de los límites de la ciudad. Obtuvo de un juez la
sentencia de no innovar y protegió las casillas que aún no habían sido
erradicadas. Pero el barrio se había vaciado casi por completo y de la Sierra
fue desterrado a Quilmes por el arzobispo Juan Carlos Aramburu por su desafío a
las políticas erradicatorias del gobierno militar. Allí se dedicó a varias
cooperativas de autoconstrucción en terrenos que había conseguido en otros
sitios y creó tres barrios obreros.
Con la derrota de
Malvinas, en 1982, la dictadura pierde legitimación y, de un día para el otro, la gente empieza a volver al barrio. El repoblamiento es “mágico”; todo el
terreno vaciado por la erradicación se llena espontáneamente. En un breve lapso
de tiempo, vuelven a aparecer mismos ranchos que se había arrancado. Regresa la
misma gente y llega nueva que, según concuerda la mayoría de los entrevistados,
viene con “códigos de solidaridad débiles”. Salvo durante la hambruna a raíz de
la hiperinflación de 1989, en la que el barrio fue noticia por su solidaridad y
su capacidad de organización de comedores populares, el barrio comienza un
proceso de división interna: la zona paraguaya, la santiagueña, los chilenos. Durante
el menemismo y el aumento de la desocupación, surge el
cirujeo, el cartoneo y las ventas ambulantes fuera de la villa. Se pierde la cultura del trabajo y aparecen bandas de adolescentes
perdidos que son aprovechados como grupos desechables, funcionales tanto para
el narcotráfico como para la política. Con la droga llegan las armas. Los
entrevistados concuerdan en que esta situación es provocada desde la política,
ayudados por la policía, en pos de dividir para reinar, porque convenía tener a
ese sector de la población cautivo para usarlo tanto para mano de obra barata
como para la delincuencia. La fragmentación del barrio empeora y la violencia no
permite que la gente pase de un sector al otro. Las muertes son cosa de todos
los días. La mejor muestra de esta época es
lo que ocurrió con el cura villero de
ese momento, Juan Gutiérrez, a quién la violencia del barrio sobrepasó. El
referente social de la villa, puntero, líder de la mutual receptora del
Programa Arraigo de la ciudad para la concesión de la propiedad de la tierra a
sus ocupantes, obtiene su apoyo. El puntero necesita del cura porque era conocedor
de la religiosidad de la población. Él, como cualquier otro poblador de la
villa 21/24, vivía esa religiosidad a pesar de la fragmentación y la violencia:
la espontánea organización de las fiestas religiosas por parte de la misma
gente, y el hecho de que durante la hambruna, las ollas populares se habían
colocado al lado de las ermitas. Juan Gutiérrez fue manejado por él a su
antojo. El trabajo de la mutual terminó convirtiéndose en un negocio
inmobiliario que estafó a la gente y Juan Gutiérrez cayó en el alcohol y en las
mujeres. Repentinamente, dejó el barrio y los hábitos. La 21/24 era entonces
la villa más peligrosa de la ciudad. Es allí donde llega el padre José María “Pepe” di Paola.
Durante su primer Misa,
le tiraron un muerto a sus pies. Entendió enseguida que lo primero que debía hacer
para pacificar el barrio era unificarlo. Tenía que encontrar algo con lo que
todos se identificaran. Se cumplía el décimo aniversario de la erección de
Caacupé en parroquia y se le ocurrió traer una réplica de la Virgen desde
Paraguay, ya que el 80% de la población era paraguaya, y organizar un gran
festejo. El hecho fue un hito que marcó un
antes y un después en el barrio: una comitiva en ómnibus trajo la réplica desde
el Paraguay hasta la Catedral, donde el Cardenal Bergoglio dio misa. La
convocatoria, que se hizo por los megáfonos de una radio paraguaya del barrio y
también fuera de él, rebosó la expectativa. La Catedral se llenó de villeros, como un nuevo 17 de octubre.
Una semana después, cientos de villeros acompañaron
a la réplica hasta el barrio, en peregrinación. Es el gran acontecimiento que
todos recuerdan como una resurrección que produjo la apertura de los sectores dominados por las distintas
bandas. Con el barrio unido, comenzaron a brotar ermitas,
capillas a la virgen de Copacabana y Luján, y la gente pudo
circular de un sector al otro. Sólo después de la apertura del barrio y con el
apoyo de la religiosidad popular, la comunidad pudo trabajar en pos de centros
sociales de ayuda mutua. El Arzobispo Bergoglio
frecuentaba el barrio y fue testigo del cambio que produjo la organización de
la comunidad sostenida por la religiosidad popular. Como el 50% de la población
del barrio es menor de 18 años, Di Paola puso el acento de la pastoral y
organización de vida comunitaria, en niños y jóvenes. Proyectó constituir
líderes positivos para contraponer los negativos en los pasillos, apoyado sobre
el trípode centro de salud, parroquia y escuela: grupos deportivos, de
exploradores (con lineamientos tipo “boys scouts”), y luego, de acuerdo a las
necesidades que fueron surgiendo, levantaba centros como por ejemplo “el hogar
hombres” como respuesta al problema de la desocupación. Admirado del trabajo de
Di Paola, en 2007 el arzobispo Bergoglio lo colocó al frente del Equipo de
curas para las Villas de Emergencia. Ese año, el Equipo enfrentó el plan de
urbanización de villas del Gobierno de la Ciudad por “colonialista”.
Consideraban que ese proyecto no atendía las necesidades de la población que
vivía en las villas si no que buscaban embellecerlas para los ojos de los
porteños. Eran medidas estéticas, recriminaron, que no tomaban en consideración
la cultura que había germinado en ellas a lo largo de sus décadas de vida. En
abril de 2009 Di Paola y el Equipo de curas para las villas publicaron un nuevo
documento en el que denunciaban que las drogas, en las villas, estaban
despenalizadas de hecho. Con ese documento la sociedad de Buenos Aires se
despertó a la existencia de las villas y su crecimiento a una tasa anual del
20%. Además, Di Paola cobró notoriedad porque, a raíz de esa denuncia, recibió
una amenaza de muerte a sus colaboradores. El Arzobispo Bergoglio elevó al
Equipo a Vicaría y envió a Di Paola al norte del país.
El Papa Francisco es
considerado en el barrio como “uno más” porque compartió con ellos su vida y
trabajo comunal. Su vivencia aquí le mostró la capacidad de lucha de los pobres
al unirse y organizarse en comunidad e inspiró su misión apostólica: los pobres
están en el centro de la misión de la Iglesia y a los “descartados sociales”,
–como él llama a los excluidos– les predica que la comunidad es sembradora del
cambio.
Desde entonces, la
población del barrio creció un 50% por sucesivas “tomas” de tierras. Cerca de
50.000 personas hoy viven a la vera del Riachuelo, aún una zona de riesgo
ambiental y sanitario. Empeora la perspectiva de conseguir trabajo y de
insertarse en la sociedad. En ese caldo cultivó el paco, el desecho de la
cocaína, la droga de los pobres. Se cae en el consumo del paco frente a la desesperanza,
la ausencia de presente y de futuro. En esta etapa de la historia es cuando la
religiosidad popular, más que nunca, otorga esperanza a los pobres.
Como cierre: como
sociedad, cada vez estamos más acostumbrados a la pobreza, y a que haya un sector
de la población excluida del sistema. Hoy se acepta la existencia de las villas
como parte de la ciudad con resignación y malagana. El crecimiento de la
pobreza es visto como un hecho irremediable que todavía hoy no indigna lo
suficiente como para buscar una solución de fondo. Sólo se hallan paliativos,
como los planes sociales que comenzaron siendo provisorios hasta lograr la
inclusión y que hoy son definitivos, indisolubles y vitales frente a la falta
de trabajo. Una remuneración por no trabajar, empobrece la dignidad y le aporta
amaestrada fidelidad al puntero que la otorga.
Asimismo, se reclama
por el problema de la inseguridad. Nos preocupa que crezca la violencia de los
asaltantes y se la achacamos al consumo de la droga. Con espanto, se debate las
formas de combatirla mejorando las “fuerzas de seguridad”. Otra vez, la villa
es foco de ese mal y otra vez, el problema son los síntomas sin atener a las
causas.
Dentro de las villas,
aumenta aterradoramente el consumo de paco debido a la desesperanza. Nuevamente,
para la sociedad el problema es el síntoma (el paco o la violencia que genera
el paco) y no la causa de que el paco exista. Se piensa en desintoxicar adictos
sin tener en cuenta que el adicto regresará al mismo contexto que lo llevó a
consumir y evadirse de su realidad.
La crónica intentará,
por lo tanto, dar fe de cómo la religiosidad popular de esta particular villa es
la fuerza que ha combatido y combate la desesperanza e inspira la lucha de la
comunidad Caacupé. En una ciudad que rechaza al villero, esta comunidad encuentra en la devoción a la virgencita
azul un sentido a sus vidas. También, contención, esperanza y el motor para la
organización de la ayuda mutua y hoy, frente a la desesperación que provoca la
caída en el paco.
Presento acá el prólogo
de la crónica:
“La primera vez que conversé
con Charly Olivero, en agosto de 2013, le pregunté si creía en Dios. Cenábamos
pescado con ensalada. Quise ofrecerle comida sana después de que la persona que
me lo había presentado me dijera que comía mucha harina; mateaba en cada lugar
que visitaba y le convidaban pan o factura. Podría ser elemental que un
sacerdote católico tenga fe en la existencia Dios, el dios cristiano. Pero en
un cura villero, lo obvio no parece la conexión espiritual con una deidad que
se halaba, ruega o agradece, sino su entrega a los pobres urbanos.
Me respondió: –y si no, qué.
Miró su plato de la comida que yo le había cocinado y permaneció en
silencio, como profundizando él mismo en la realidad humana a la que refería,
ya fuese personal o aquella con la que convivía a diario.
–Qué sentido tiene todo –agregó después.
Su respuesta repiqueteó en mi mente durante los dos años que duró la
investigación que me encomendó sobre la historia de la villa en la que él vive
y trabaja. Inclusive, durante algunos meses, ensayé creer en su Dios, el mismo
que venera mi familia de origen. Pero solo encontré el idéntico silencio e
idéntica soledad de mis anteriores intentos, y, al igual que las otras veces,
al poco tiempo sentí caer libre en el vacío.
El 22 de diciembre por la noche del año pasado lo acompañé a repartir
comida a las ranchadas de paco de la villa. Ese día me había encontrado con él
en el Ministerio de Bienestar Social de la ciudad y después había entrevistado
a Papito y a Oscar el viejo, protagonistas del vasto programa de recuperación
del paco e inserción social que inició Pepe di Paola. Salimos en una trafic sin
asientos salvo los delanteros, y atrás íbamos Papito, yo y una olla de un metro
de ancho por uno y medio de alto repleta de un guiso caliente y olor delicioso,
a hogar. Otro grupo había salido a recorrer a pie las ranchadas de Zavaleta con
la otra olla en una carretilla.
Apenas salimos vi una nena de no más de diez años, vestida en vaqueros
y musculosa blanca, encendiéndose una pipa de paco. Estaba parada sola delante
de un edificio sobre la avenida Iriarte.
La primera ranchada a la que llegamos tenía un carromato de cartoneros
y al lado, en el suelo, había cuatro chicos recostados contra la pared. Papito
los llamó, ¿quieren comé? Hay guiso. Uno se levantó con apatía y se acercó a
las puertas traseras, abiertas, de la trafic. Estaba vestido en harapos sucios,
tenía los ojos opacos y tan poca fuerza en las manos, que se le cayó la bandeja
de plástico repleta de comida al piso. Serví guiso en las bandejitas de
plástico que Papito les entregó a los otros chicos de esa ranchada. Uno de
ellos tosía sin parar y Charly dijo que por la tuberculosis.
Papito indicaba cuando Charly debía detener la trafic. Como un
baqueano, conocía los lugares en las calles o pasillos donde los adictos
acampan. Casi en todas las oportunidades, los llamaba por sus nombres y después
agregaba, amigo o amiga. Una chica de unos catorce o quince años estiró una
mano como para recibir una bandeja pero el brazo enseguida cayó sobre su falda,
como con demasiado cansancio. El cuello se le dobló y la cabeza colgó sobre el
pecho. El pelo era una maraña reseca. Papito le colocó una bandejita al lado de
sus piernas.
Papito me dijo que si estás de gira no tenés hambre. La tráfic se
metió por una calle de barro que se enangostó tanto que podía pasar un solo
auto casi raspando las paredes a ambos lados. Nos detuvimos donde la calle
murió, al lado de un descampado de treinta metros cuadrados que tenía una
cabina de la prefectura. Esa ranchada estaba pegada a la cabina, y se acercaron
unas ocho personas a la tráfic y esperaron su ración.
Un patrullero de la policía federal y otro de la Metropolitana
recorrían la calle Iriarte, pavimentada, el límite norte de la villa 21. La
trafic avanzaba despacio y, en una sola cuadra, vimos a cuatro personas
acercarse a comprar a las ventanas enrejadas de dos almacenes, sólo que no se
iban con provisiones para la cena de esa noche, sino con una dosis de paco, en
bolsita transparente. Tres cuadras más adelante empezamos a ver mutilados.
También vestidos en harapos, pero les faltaba una pierna y caminaban con
muletas, o las dos piernas y se desplazaban por la calle en silla de ruedas.
Papito me explicó que una persona que consume paco puede estar de gira dos
semanas y roba para consumir. Y si está manija y aprieta a los que están
comprando paco, los transas le pegan un tiro o dos tiros en el pie al ladrón
para aplicarle mafia y aprenda que no se le chorea a los clientes. A los que
les faltan las dos piernas es que les pasó dos veces, me aclaró Papito.
Mientras tanto pensaba en la primera charla con Charly y en su fe en
Dios y si no qué y no sentí la ausencia de Dios sino la vista gorda de los
porteños: el estado, los gobernantes, la oposición y la comunidad en general,
indolentes a esta tragedia, resultado de la marginación absoluta, a una hora a
pie del propio Congreso de la Nación.
Presento el capítulo 4:
6. Villero
“–Cuando yo uso
una palabra –le dijo Humty Dumpty
a Alicia a
través del espejo–
significa lo
que yo decido que signifique, ni más ni menos.
–La cuestión es
–dijo Alicia–
si usted puede hacer que las palabras
signifiquen cosas tan diferentes…
–La cuestión es
–dijo Humpty Dumpty–
saber quién es el amo, eso es todo”.
Lewis
Carrol, Alicia a través del espejo.
El
plan de inmigración que se puso en marcha en el siglo XIX para gestar la
República, había buscado remplazar la población nativa por otra de mejor
calidad, blanca. Cuando años más tarde, en los años 40, empezaron a llegar los inmigrantes
del norte de nuestro país y de los países limítrofes, los porteños vieron
teñirse de oscuro su capital “europea”. Este nuevo inmigrante que llega a la
ciudad en busca de trabajo desciende de los exterminados pueblos originarios de
Sudamérica y tiene la piel oscura. El problema del indio era un episodio que ya
había sido exitosamente superado, pero parecía que poco a poco, sus
descendientes irrumpían en la Ciudad de Buenos Aires. La clase media y la clase alta porteña se
sintieron invadidas y agobiadas. Los intelectuales de izquierda de aquel
entonces se solidarizaron con el espanto de la “gente bien”, porque ellos
también querían preservar el carácter de ciudad culta y aristocrática de Buenos
Aires.
Empezaron
a llamar a este inmigrante “cabecita
negra”, "negro cabeza",
"grone", "groncho", o "la negrada".
…“Y allí la
vio. Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el
letrero luminoso "Para Damas" en la puerta, despatarrada y borracha,
casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida,
...”.
Inmediatamente después un policía se
acerca y pretende detener al Señor Lanari por alterar el orden en la vía
pública.
“El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de
complicidad al vigilante.
–Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después
embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente.
Entonces se dio cuenta de que el vigilante también era bastante
morochito pero ya era tarde”.
La negritud se asoció a lo malo y el término negro
cabeza comenzó a aludir a cualquier persona que se comportase de modo
reprochable. El inmigrante era consciente de que provocaba rechazo en los
porteños y procuraba acatar las barreras invisibles que percibía. Iba del
trabajo a su casa y no se dedicaba a deambular por la ciudad. Se quedaba
“adentro” de la villa, el único lugar donde se sentía protegido con otros
exiliados como él, y a salvo de la discriminación; de ser visto, “afuera”, como
un negro vago o delincuente.
–Antes
a los villeros nos decían cabecita negra –dice Alcides Villalba,
que vive en el barrio Tres Rosas de la villa–. En la estación de servicio donde trabajo escucho que los ricos le
dicen negro o villero al que anda
reo, dejado. La otra vez uno se
enojó con el amigo que lo increpó de villero y le gritó,
“¡racista!”, cuando de reojo me vio ahí limpiando el parabrisa. Y el otro le dijo, “¡vos sos racista!, animal. Yo
no hablo del color de la piel, hablo de tu alma de negro cabeza”. Y eso que
te cuento es algo que ya se usa como normal, sin pensarlo.
–Pero
la otra –lo interrumpe Mirta Villalba, hija de Alcides – es que se llenen la
boca de mentiras en los discursos, nos
pinten como lindos y buenos y después en la vida real se olviden (la hija de
Mirta Villalba está actualmente en consumo de paco).
–El
Papa en Paraguay dijo que había que tener cuidado de los que hacen discursos a
favor de los pobres para usarnos para llegar al poder –dice Graciela Duarte.
Jorge
Vernazza, cura de la “villa miseria” del Bajo Flores, escribe que entre los
años sesenta y setenta, el cabeza negra,
groncho, grone, cabecita, villero, supo recibir, además de la mirada de
espanto, una mirada romántica y lejana que, con el afán de utilizarlo
políticamente, lo pintó como bueno y víctima de un sistema injusto. Y que en
ciertos ámbitos juveniles se había puesto de moda ir a las villas a “darse un
baño de pobreza”. Así le comentó, con sorna, un vecino de la villa.
Después
del “Cordobazo”, que fue un importante movimiento de protesta de 1969 contra
ciertas medidas del gobierno de facto del general Eugenio Aramburu y que
desencadenó su caída, la efervescencia política se extendió. Muchos jóvenes de
diversos partidos creyeron que las villas serían un caldo de cultivo para el
germen revolucionario, escribe Vernazza. Pero no llegaban a comprender que los
inmigrantes que vivían allí estaban acuciados por necesidades básicas y no
podían soñar con revoluciones. A estos jóvenes “de izquierda” les frustraba que
los villeros “no entendieran nada” y
se iban defraudados de que “vivieran así y no aspiraran a algo mejor”.
–De
chiquitos aprendimos, ya en la escuela, que somos negros villeros y a disimularlo –dice Graciela Duarte.
–Ya
vamos por unos ochenta años de que se te complique conseguir trabajo si decís
que vivís en una villa –sigue Alcides–. Y los que tienen un plan, votan al que
se los dio para que se lo siga dando.
–Ahora,
igual que cuando llegué al barrio –dice Mario Gómez– te puede detener la
policía por “portación de cara”. Cara de villero.
Sabemos que nos pueden revisar los antecedentes o que acusarte de borracho
y tengas que pagar para salir de la comisaría o sino quedarte encerrado una
semana entera y no poder cumplir con tu trabajo.
Entrevisté
a Mario Gómez dos veces. Una en abril de 2014, en el patio de la parroquia
Caacupé. La segunda vez a fin de ese año, en su casa, que queda a menos de
doscientos metros del Riachuelo. Su casa, como la de sus vecinos de cuadra,
deben ser relocalizadas por la ACUMAR (Autoridad de Cuenca Matanza del
Riachuelo), por el alto riesgo ambiental en las márgenes del río.
Al
sentarnos, lo primero que me mostró fue las fotos de sus hijas en sus vestidos
de quince, orgulloso de que a cada una pudo darle su fiesta. Tati su esposa
opinaba de algunas cosas que hablamos, ella es hija de inmigrantes paraguayos y
se mostraba ávida de compartir sus recuerdos. Mario es director de la Casa de
la Cultura Popular, es originario pilagá, de Formosa, y durante un buen rato
hablamos de la masacre de 1947 del Ministerio de Guerra de Perón contra los
pilagá:
–Los
hacendados criollos le tenían miedo al indio –me cuenta– y se ayudaron por la
Iglesia para quitarle tierra a los originarios. Por eso a mí la Iglesia no me
cierra. Me refiero a la Iglesia oficial. Mi abuela se salvó de milagro del
famoso Octubre Pilagá, durante Perón, que mataron más de mil doscientos pilagá.
Los llevaron como ganado a los bretes y ahí la gendarmería los ametrallaba.
Mario
es amigo de Alcides Villalba desde antes de casarse.
–¿Sabés
la cantidad de razzias policiales que se han hecho acá en el barrio? –dice
Alcides– ¿Y sabés cuándo se hacen? Cuando saben que cobramos la quincena.
–Las
villas ofrecen motivos para ser consideradas zonas de riesgo y proclives a la
necesidad de un control o de intervención –dice Juan Gutiérrez. Las famosas
“razzias”, o allanamientos masivos son grandes operativos policiales y
parapoliciales de manera imprevista sin fines claros o al menos que justifiquen
un despliegue de tal envergadura.
–Me
asusté porque se me acercó un villero
y pensé que me iba a robar–, me comentó un conocido.
–
¿Cómo sabías dónde vive? – le pregunté.
–El
prototipo del villero es el obrero
–dice el padre Pepe di Paola, que trabajó trece años en el barrio–. Si te
parabas a las seis de la mañana en la puerta de Caacupé, salían todos a
trabajar. Todos.
"Buena parte de la sociedad pensaba que la
villa era la causante de los males y no se daba cuenta de que es una de las
primeras víctimas del individualismo argentino, porque estos barrios han
crecido por una ausencia permanente del Estado, justamente en estas décadas
pasadas. Una presencia del Estado hubiera hecho que los pobres pudieran tener
un lugar como corresponde. Y cuando se habla de ausencia de Estado no es sólo
que no hay ladrillos, sino que se manifiesta de muchas maneras: ausencia de
seguridad plena, de trabajo, de otros derechos en barrios en donde primero
llegó la droga y después una escuela." (P. José "Pepe" Di Paola, Entrevista en La Nación,
25/01/2010)
Merche
Fusa, que se crió en una casa de ferroviarios en el borde de la villa 21-24, en
Barracas, me contó que cuando empecé a acercarme a la gente “de antes”, “de la
época del Padre Daniel” y contacté a algunos ex miembros del grupo juvenil de
los años setenta para entrevistarlos, el Chapy Araya, uno de los integrantes de
ese grupo, los invitó a todos, un domingo a comer un asado en su casa en
Ezeiza; reencontrarse y recordar. Fue muy conmovedor, me cuenta Merche, porque
el grupo se había dispersado y hacía años que muchos de ellos no se veían. Facebook los ayudó a localizarse cuando
contacté al Chapy Araya y él empezó a buscar al resto del grupo. Fue muy lindo,
me dijo Merche, porque pasaron una tarde de recuerdos y emoción en su casa.
De
repente uno de ellos, Miguel Ángel, que según Merche cambió de clase social
cuando se juntó con una mujer que viaja a Francia y que tiene hijos viviendo en
Alemania, les contó que un par de meses antes se había encontrado con una de
las chicas del barrio de aquella época, Haydée, en el colectivo. Andaba
mendigando con dos criaturitas, y estaba toda andrajosa. Miguel Ángel no la
reconoció hasta que ella se le acercó y le reveló:
–Miguel
Ángel, ¿no te acordás de mí? Soy Haydée.
Pero
Miguel Ángel no la reconoció; “toda sucia, vieja y rota”.
–
¡Yo era tu reina!, Miguel Ángel, ¿no te acordás?
Miguel Ángel se rió del aspecto de Haydée
delante del grupo y dijo que ella le había contado que ahora vivía en Fuerte
Apache. Los demás se rieron también, risas cómplices, me dijo Merche, estimuladas
por el envión del reencuentro, el alivio de que sus destinos no se parecían al
de Haydée y la alegría dominguera. Era un momento de nostalgia por la juventud
compartida y no uno para traer a colación la desdicha de lo que la vida había
hecho con uno de ellos. Luis comentó que se había enterado de que Haydée había
tenido nueve hijos. Los primeros con un marido que un día ella se enteró que
tenía una vida paralela. Los segundos con otro tipo que ahora estaba preso.
Merche
me aclara que la familia de Haydée tuvo muchas desgracias. La hermana se
suicidó y más cosas. Y entonces se empezó a llenar de bronca de que Miguel
Ángel hablara así de Haydée, y que hubiese perdido la sensibilidad al cambiar
de clase social. Porque al dejar de ser pobre, pareciera que lo único que vale
es lo propio, lo individual, me dice Merche, crispada. Le daba bronca que
ninguno de los varones reaccionara, y al final no se aguantó y dijo:
–Pero
che, ¡la pucha! El Padre Daniel no estaría contento de cómo estás hablando de
Haydée. ¿Aunque sea le diste un billete?
–
¡Qué billete ni billete! ¡De eso se tiene que ocupar el gobierno! –le respondió
Miguel Ángel. –Lo tiene que solucionar el gobierno, insistió.
–Bueno
–dijo Merche– a lo mejor Haydée y las criaturitas comían ese día.
Y
el aire se cortaba con un cuchillo, me cuenta Merche. Por eso después le pidió
disculpas a la dueña de casa, la esposa del Chapy.
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