viernes, 4 de diciembre de 2009

Nos llamamos Anabiblis

Mileto fue el héroe, hijo de Apolo, fundador de la ciudad de Mileto, en Asia Menor. Tuvo hijos gemelos, Cauno y Biblis. Biblis Mileto amó a su hermano con amor prohibido y él, horrorizado de su hermana, huyó de Mileto, su patria, y fundó una nueva, que llamó Cauno. A Biblis el dolor la volvió loca y anduvo errante por toda el Asia Menor. En el momento en que estaba por precipitarse desde lo alto de un peñasco y terminar sus días y sus penas, las Ninfas, apiadadas, la transformaron en una fuente inagotable de lágrimas. No se sabe bien por qué a Apolo no le cayó bien la maniobra de las Ninfas y condenó a la fuente a reencarnarse en distintos humanos de cada generación.
Nos llamamos anabiblis. (En griego, el prefijo “ana” significa, “de nuevo”).
Los anabiblis vivimos entre los humanos normales. Somos sus hijos, hermanos, amigos, enemigos, parejas, jefes, alumnos, empleados. Etcétera. Los anabiblis vamos por el mundo haciendo nuestras cosas, igual que los normales. Algunos conocemos nuestra condición y otros suponemos que somos tan normales como cualquier hijo de vecino.
Pero.
A ver. Lo que pasa es que somos idénticos a los normales. Tenemos las mismas profesiones (no nos destacamos en las ciencias duras) y vidas sociales. Sólo podríamos identificar a un anabiblis, si estamos especialmente atentos, al descubrirlos con los ojos colgados, señal de que el anabiblis se encuentra lejos del lugar adonde está en ese momento y de quienes lo rodean. Seguramente podríamos también advertir una especie de niebla en sus ojos pero nunca la pastillita de cianuro en el bolsillo, que llevamos por si nos es intolerable el impulso por terminar con nuestros días y penas. Algunos anabiblis, además, tenemos picos de felicidad inexplicable que alcanzamos durante ciertos instantes breves e inesperados, como si Cauno hubiese regresado para quedarse.
Otros anabiblis creemos que la exigencia de ser normales es fundamental para nuestra salud. Así nos lo señalan los especialistas en cuerpos y los especialistas en almas. “No hay más loco que el que quiere serlo”.
(Dice el psicoterapeuta José Luis Cano Gil en su página web de curaciones: “Usted no quiere curar su neurosis porque le resulta más cómodo y seguro su nido de defensas y, como además sus sufrimientos lo han vuelto desconfiado, sus miedos refuerzan su parálisis. Para colmo, Usted teme que si efectivamente llegara a cambiar y curarse dejaría quizá de reconocerse, de ser “Usted mismo”, ¡con lo mucho que le ha costado construirse su personalidad, aunque sea tan doliente!”).
Nos acusan de sabotearnos, parece.
Entonces, mi postulado, hoy, compañeros anabiblis, es que simulemos nuestra condición frente a los normales, sí, pero siempre y cuando nos la reconozcamos a nosotros mismos. Porque no es lo mismo ser normal que ser anabiblis. (“Algunos neuróticos llegan al extremo de idealizar su neurosis, de enorgullecerse de sus sufrimientos, para no tener que desprenderse de su inmadurez”). Sigo yo: Un anabiblis tiene un agujero en su alma, la fuente inagotable de lágrimas que heredó de su antecesora, Biblis. El agujero es nuestro elemento y nuestro estigma y no podemos anular la sensación de que nos falta un pedazo para estar completos. No. Ni aunque los freudianos, lacanianos u otros especialistas en almas nos refrieguen sus rótulos y cándidas soluciones.
¿Qué digo? Que el agujero está. No le podemos explicar esto a los normales, completos, porque se horrorizan, como se horrorizó Cauno. Debemos entonces estar atentos a los dos puntos claves que actúan al mismo tiempo: fingir frente a los normales mientras somos sinceros con nosotros mismos.
Dylan Thomas: “Oh, make me a mask”.
Sepamos: Por culpa del agujero, del pedazo que nos falta, de la sensación de incompletitud, no podemos sentirnos enteros en ninguna situación ni con ningún humano que no sea otro anabiblis. ¿Acaso no deambulamos por el mundo como espectros, buscándonos unos a otros? Y de golpe dos anabiblis nos encontramos, nos miramos a los ojos un par de segundos, uno le hace al otro un gesto de reconocimiento, como asintiendo, y a los dos nos llega un especie de alivio. Como si el otro anabiblis tuviera consigo el pedazo que le faltara a uno y viceversa. Lo que sucede es como si el ensamblaje sellara, por un momento, la fuente inagotable de lágrimas. Ambos anabiblis sabemos que el efecto dura un momento, tal vez algunas horas, ya que nuestra propia condición nos condena a soltarnos y abrir el agujero, la fuente. Las vidas de nadie pueden darse ensambladas, como quiso hacer Biblis Mileto con su hermano Cauno. ¿O los médicos no buscan separar a los siameses lo antes posible porque ellos, aunque sean anabiblis perfeccionados por la evolución y hayan conseguido nacer con el agujero que es la fuente, soldado, nunca conseguirían su identidad si no se separaran?
Entre nosotros, nos reconocemos en segundos, decía.
Dos anabiblis no pueden ser pareja. Terminarían como no le permitieron las Ninfas terminar a Biblis Mileto. Necesitamos el amor sano y completo de un normal, el roce de su piel cuando nos abraza, el calor de su cuerpo en nuestra cama. Por eso debemos cuidarlos mucho (clave) para que sean felices como ellos pueden serlo y nos sustente su completitud. Mantenerlos ajenos a nuestra condición, sí, como ya expliqué, por el bien de todos, y si alguna vez nos pescaran in-fraganti con la fuente desbordada, confeccionar ipso-facto un titular que exprese, en lenguaje normal, que se está desbordando la fuente y entonces evitar su espanto. Por ejemplo: “mi jefe me humilló”, o “me robaron la cartera en el subte”. Lo aprendí hace años, sólo que en el momento no me di cuenta que aprendía algo: mi entonces flamante pareja me encontró desguasada en llanto adentro de la palangana de ropa sucia y respondí a su urgente pregunta sobre qué, qué, qué, me pasaba, que me habían robado la bicicleta (medio de locomoción de aquel entonces, cuando daba clases de inglés de la seca a la Meca por la ciudad de Buenos Aires). Hay que darles una respuesta veloz y concreta, casi material, que los aleje inmediatamente de la fuente, y desentendernos de su reacción si de todos modos surgiera el espanto, porque ellos no tienen la culpa de nuestro agujero ni la posibilidad de rellenarlo.
Una vez, cuando tenía doce años y todavía ignoraba mi condición, mi madre me encontró con la fuente desbordada. Le dije la verdad, que no sabía lo que me pasaba. Ella me dijo: —Pobre. Naciste sensible. Eso te va a hacer sufrir de más, pero también vas a gozar más.
Me acuerdo bien de la palabra “gozar” porque no estaba en el diccionario de mi madre. También recuerdo que su sentencia me entristeció porque en ese preciso momento, el goce me parecía algo imposible. Pero lo que más recuerdo es que sentí la separación, como si ella y yo perteneciésemos a mundos distintos.
“El horror básico del neurótico es descubrir que realmente está solo en el mundo, que sus apegos familiares están envenenados, que en cierto modo fue siempre un huérfano, que siente pánico a sufrir el terrible desengaño (que intuye oscuramente), de perder para siempre su última ilusión de ser amado incondicionalmente como un niño”.
Hay anabiblis que no conocen su condición, ni que es con otro anabiblis que pueden, durante un rato, sentirse enteros. Eso es una pena. No los desasnamos porque sabemos que llegar a la verdad de cada uno es algo de cada uno. Mi abuela no llegó nunca. No supo ni disimular frente a los normales ni conseguir desahogo. Sólo algunos picos de felicidad inesperada e inexplicable, y después regresar al borde del abismo. Le hicieron electroshock muchas veces para convertirla en normal pero eso derivó en la evasión paulatina que llaman alzheimer.
Es que ignorar nuestra condición y esforzarnos por ser normales con las prescripciones de los normales, nos empuja peor hacia el abismo, que secar la fuente con alcohol o droga o hiperactividad.
“Curarse es despertar a la cruda verdad de que la infancia es un tren que se ha ido y aprender a convivir con la certeza de que nadie podrá ser jamás nuestro salvador y que sólo nosotros podemos –y debemos– asumir el peso de nuestra soledad, de nuestra existencia, de nuestro destino”.
Advertencia: tengamos en cuenta que nuestro agujero nos hace muy vulnerables a atisbos de cariño y a caricias a nuestro narcisismo. Hay humanos normales, muy astutos, que se percatan de nuestro talón de Aquiles y se nos acercan disfrazados de Cauno. Caemos en sus brazos y recién al salir de ellos nos damos cuenta de que no hubo ensamblaje y que la unión episódica ha agrandado la fuente.
“La curación se dará con la ayuda y compañía de muchas personas, desde luego, pero fundamentalmente solos y autónomos”.
Entonces. Estemos atentos, hermanos anabiblis, cuidémonos de los normales astutos, no cedamos a la tentación de mostrarles nuestro agujero; escondamos la fuente de ellos como la escondemos de cualquier humano normal.
Después concentremos toda nuestra energía en:
*conocer nuestra condición
*ocultarla de los normales
*buscar otros compañeros anabiblis con quienes ensamblarnos algunos momentos
*y sacarle el jugo a la fuente para aquello que hayamos encontrado que casi siempre tiene gusto a “creación”, (aunque se trate de poner un ladrillo al lado del otro), que no significa escurrir la fuente, como a veces creemos que debemos hacer, sino por el contrario, servirnos de su agua.

2 comentarios:

  1. Sincera y sencillamente brillante. Me encantó! No había leído nada tuyo pero iré a buscar cuentos y novelas tuyos para leer...

    Mis felicitaciones y gracias por compartir esta pequeña joya

    Juan

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    1. Hola Juan! En librerías Norte, Hernández, Gambito de Alfil, La boutique del libro de San Isidro, La Barca y Eterna Cadencia, venden "juego de mujeres", libro que me publicó este año Alción Editora. Obtuve el Primer Premio Municipal de Literatura, por lo que quizás me sea posible publicar las otras tres novelas inéditas que tengo. Gracias por tu comentario, Inés

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